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© Lerendi Mendi. Todos los derechos reservados.

De cómo me ofrecieron ser una mujer modelo

>> 29 may 2010

- ¿Sí?

- ¿Lerendi?
- Sí, soy yo. ¿Quién es?
- Soy Irma, de Chica’s Fitness.
No me lo puedo creer. Irma, mi deseada Irma, la recepcionista del gimnasio femenino de mi barrio. La superlativa, exuberante, voluptuosa Irma. Irma, mi amor clitorónico.
- ¿Lerendi, estás ahí?
- Sí, sí, es que no te oigo bien, se me va la voz –se me va el aliento, más bien, pero me domino.
- Es que hace tiempo que no te veo por aquí, Lerendi. Y me he dicho, voy a llamarla, a ver qué tal.
Me las arreglo para arrastrar un taburete bajo mi trasero. Mis rodillas colapsan a tiempo. Irma me ha echado de menos, ha buscado mi teléfono y me ha llamado. Dios existe.
- Pues genial, Irma, como siempre, pero muy liada –miento con alegría y callo mis horas de facebook, twitter, mahjong titans, Amar en tiempos revueltos y vergonzante porno-. Y tú, ¿qué te cuentas? ¿Cómo andas?

Es pronunciar “¿cómo andas?” y recordar el bamboleo de sus generosas caderas y sentirme... Bueno, ya sabéis cómo me sentí. La más potente de las bomberas me habría parecido un esbocito de mujer frente a mi Irma, la Venus de Chica’s Fitness. Irma es la Hembra.

- Pues, nada, aquí todo el día con lo mismo, Lerendi, viendo gente pasar. Me muero de aburrimiento en la recepción, siempre igual, que si en qué sala es el Pilates, que si el agua de las duchas sale fría, que si los polvos que me ha dado la monitora me dan diarrea...
Menos mal que a la unión de polvo y monitora le ha seguido la escatología, que si no, me tienen que aplicar la RCP.
- Que si me han pasado el recibo dos veces, que si no sé qué, que si no sé cuánto... –la letanía sigue-. Vamos, un asco. Y la mayoría de la gente en plan borde. No como tú, Lerendi, que siempre da gusto hablar contigo.
¿Doy gusto? Por dios, Irma no sabe dónde se está metiendo. ¿O sí? Me obligo a no imaginar. Son demasiado años de sufrimiento y decepción.
- Y pues, eso, que te llamo para ver cómo estás y cuándo vas a venir a vernos.
Jodido plural. Bajo ligeramente a tierra.
- ¿Veros?
- Sí, a las chicas, al gimnasio. Mira, Lerendi, te voy a decir la verdad. Con la crisis y el recorte en los salarios, se han dado de baja la mitad de las funcionarias, con el cuento de que con el hambre que van a pasar no van a necesitar machacárselo aquí.
- ¿Machacárselo? –mi pregunta es apenas un suspiro.
- Machacarse el cuerpo, hija. Que dicen que se están quedando hechas unas sílfides, solo de quitarse las calorías de las cervecitas y las cenas con las amigas. Todas están ahora con la dieta de la endibia, que la vio Ana en una revista alemana ecológica a la que está suscrita. Y, claro, tiene a las otras controladas, contando hojitas. Y te digo yo, Lerendi...
Pero apenas la escucho. Alguien debería enseñarle a medir sus palabras. Se me vienen las imágenes que tengo grabadas de mis compañeras, con la voz profunda de Irma en off repitiendo ‘machacárselo’ a intervalos regulares. Tambaleándome, me levanto de la silla y avanzo apoyándome en respaldos, esquinas y quicios. Consigo llegar al baño, sacar un par de compresas supernight con alas del armarito y encajármelas con una sola mano. Entre las prisas y los nervios, me las he colocado con el adhesivo hacia arriba, pero creo que aún podrán contener algo.
- ¿Lerendi? ¿Oye?
- Sí, dime. Ya te digo, el teléfono este, que va fatal.
- ¿Qué te parece la oferta entonces?
¿Me ha hecho una oferta? ¿Cuál, cuándo, cuánto?
- Pues no sé...
- Tú ganas y yo gano. Yo tengo que retener socias, que si os seguís marchando todas me quedo de patitas en la calle..., y tú no pagarías nada por los tratamientos en los tres primeros meses. Ni la cuota, claro. Ni un solo euro.
Vale, no me ha llamado porque me echaba de menos. Aceptado. En fin, a ver qué le puedo sacar a esto. Lo mismo volver a verla me levanta la moral. Solo por eso, decido indagar.
- ¿Y por qué me ofreces esto a mí, Irma?
- Es que estamos en plena operación summer y la nueva directora tiene ideas muy creativas, de publicidad impactante. Se trata de encontrar a socias que sean especiales, como tú, Lerendi.
- Gracias, Irma, pero tampoco soy tan especial.
- Eres la persona idónea, Lerendi. Cuando me contó la directora lo que quería, pensé en ti antes que en nadie. Eres tan linda...
- Mujer, no es para tanto...
- Que sí, Lerendi, que tienes una combinación estupenda de simpatía y rechonchez que va quedar perfecta en la publi. Así que le he enseñado tu ficha a la directora y le ha encantado. Pesas 60 kilos y mides 1,50, lo que nos da un IMC del 26,7.
Bajo al subsuelo. Musito penosa:
- Ahora peso 66, es que...
- ¡Pues mejor! Espera que calcule... Estás entonces en 29,3. Solo tienes que seguir durante tres semanas un plan de ejercicios y dieta supervisado por nuestros especialistas y colaborar, nada de trampitas, ¿eh? Es muy fácil, ya sabes, fotos de antes y después, con un poquito de photoshop, para qué nos vamos a engañar, y todo gratis para ti: las seis horas diarias de ejercicio, los drenajes linfáticos, la gimnasia pasiva, los masajes anticelulitis, antiflacidez, y antitodo y la dieta de 425 calorías diarias. ¡Gratis, Lerendi!
- ...
- Además, la dire dice que se te puede presentar como un modelo de mujer moderna. No quiere enganchar solo a amas de casa, oficinistas aburridas y ejecutivas amargadas, sino a la verdadera mujer de hoy, la mujer independiente y activa, así que está como loca con que seas camionera.
- Taxista, soy taxista, no camionera.
- Bueno, pues fíjate que pensé... Taxista, da igual. ¿Qué me dices? ¿A que es genial?
Genial. De un genial que te cagas.
- Déjame que me lo piense un poco, Irma. Ya te llamo.
Y con una desencantada despedida, cuelgo.
El teléfono y la pared se encuentran.

Irma ya no es Irma, pero los restos de mi amor no me dejan calificarla. Algo en mí se ha roto.
Yo ya no soy yo, soy un IMC elevado y taxisto.
Me voy al baño y me desnudo. Recuerdo que no tengo espejo de cuerpo entero y me dirijo, culibaja, al dormitorio. Abro las puertas del armario y me contemplo en los dos espejos. No hace tanto fui una mujer deseable. No salvajemente deseable, pero tenía mi aquel. Ahora, el aquel está escondido bajo una capa de tocino que resulta francamente práctica en invierno, pero desoladora en casi verano, cuando todas las mujeres hermosas se desnudan en público: cuellos, espaldas, brazos, nacimiento de senos, cinturas, caderas, piernas y pies.... Pieles morenas y tersas, cuerpos inalcanzables expuestos a mi menesterosa vista.

Le he dicho 66. Mentira. Son 69 los que me devuelve la testaruda pantalla de la báscula, pero es un número que nos tienen prohibido en Castos Anónimos.
69.
69.
69, ea. A la mierda Castos Anónimos, a la mierda Chica’s Fitness. Yo, la casta Leren, soy una mujer de 69 grasientos, temblones y solitarios kilos.
Me agarro con ambas manos la capa de michelines primera, justo debajo de mis pechos (¿o eran ubres?; es que hacen las manos muy pequeñas ahora). Me pellizco la grasa de debajo de las axilas. Ignoro la cintura y las caderas. No se trata de morir de pena hoy.

La castidad no es ilegal, aunque debería. Es inmoral, porque atenta contra los derechos humanos. Y, sobre todo, engorda. Una barbaridad. Llega el verano y voy a peor. Esta decadencia corporal solo la arreglaría una dieta drástica o la compañía cotidiana de una multiorgásmica exigente e inagotable. Me vuelvo a mirar en el espejo; por adelgazar, sería capaz de arriesgarme a una inundación.

Despido a los últimos restos de mi dignidad. Sin multiorgásmicas a mi disposición, he decidido llamar a Irma y aceptar. Pero antes me voy a regalar una traca final. Aún desnuda, saco de su escondrijo las cintas de las chicas ligeritas de ropa (o sin) en el vestuario del gimnasio –qué bellos recuerdos- y un par de tabletas de chocolate negro. Echo las persianas, desconecto el teléfono y me acomodo en el sofá frente al ordenador.
Hace tiempo fui una lesbiana joven, orgullosa y ligonceta.
Hace tiempo.
Comienza el homenaje. Doy el primer mordisco.
Play.

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Segundo primer amor, o ceremonia del adiós maternal

>> 23 may 2010

Odio torcer esquinas y encajar puñaladas.

La calle es estrecha y no hay vuelta atrás. No voy a poder evitar que nos crucemos.
Aún no me has visto. ¿Por qué no lo paseas en un carrito? ¿O en una de esas mochilas que los cobijan junto a pecho o espalda? No quiero verlo, no quiero, pero lo llevas amorosa en brazos, tu verdad desnuda y abrigada. Caminas con cuidado y gracia, con ese andar de bailarina que es ahora el de una mujer hecha, plena, y que aun desde tus nuevas caderas se desliza como si el aire, de entre todas, te acariciara solo a ti. Admiro cada uno de tus pasos. Vuelvo a tener dieciocho y a quedar subyugada.
No me ves, no ves nada. Tu pequeña carga es tu mundo, y lo miras con tan intenso amor que quisiera arrebatártelo y aniquilarlo, negar que existe, que esto ha pasado. Pero echo a correr, asustada de tanto dolor y odio. Y es mi carrera la que hace que levantes la vista y me encuentres y tus ojos me devuelvan horror y vergüenza. Separas los labios y sé que tu boca dirá sin aire mi nombre, pero no me vuelvo, porque no me vas a llamar para que me detenga. Solo vas a abrazar con más fuerza a tu cría y a componer, ya en posesión de ti, una mirada entre reto y disculpa.
Así que corro y corro hasta llegar a casa, coger la escalera, subir al altillo y encontrar la bolsa de mi esperanza muerta. Subo a la azotea y espero que se haga de noche con la compañía de una botella helada de vodka caramelizado, nata y canela. Poco a poco, el dolor se va haciendo más suave y lloro sin quejidos.

Espero a las doce. No es el solsticio de verano, no es nada, pero necesito el rito y con las lejanas campanadas de la vetusta catedral de Remoria voy sacando papeles de la bolsa y echándolos al cubo de cinc que me garantiza una hoguera controlada. Arden primero los minúsculos patucos blancos y tras ellos ya puedo lanzar al fuego el libro de familia que nos regalaron las amigas en nuestro séptimo aniversario. Sigo con el informe de idoneidad que firmé en solitario, porque tú dudabas; la solicitud de adopción internacional, también solitaria; la copia de la escritura, que nos hizo sentir muy mayores, muy unidas, muy familia; y por fin el contrato de nuestro primer alquiler, el de aquel húmedo zulo que nos encandiló. Llego ahora a las cartas que nos cruzamos durante aquella beca que nos separó unos meses, los únicos de nuestra década; vierto las muchas notas que conservé y que me dejabas en cualquier espacio de nuestra casa (cama, cajón, espejo, nevera...), avivando mi amor día a día con tu siempre lírica elección de palabras. Y así quemo hasta el primer libro que me regalaste y que restauraba cada tanto con papel celo, porque no había encuadernador que pudiera mantener unidas las páginas de esos poemas que me sé de memoria, y la de tu dedicatoria, que creí amante mandamiento. En la estela de las promesas, sigo con tus cartas adolescentes. Ya en la primera me juraste amor sempiterno (¿recuerdas cuando aprendimos aquella palabra juntas?). Te afirmabas con una letra que estaba por hacer, como nosotras.

Ni lo considerábamos. Ser dos era embriagador. No cabía nadie más. Éramos la única pareja lesbiana sin siquiera un gato de entre nuestras amigas, que nos miraban con una sonrisa maternal y decían que jamás dos mujeres se habían amado tanto. Nosotras nos sentíamos únicas, tocadas por un amor que no le era dado más que a las elegidas.
Una noche de primavera soñé con un bebé. Era perfecto, con una suave pelusilla oscura en su cabecita y unos limpísimos ojos azules, ni tuyos ni míos. Te conté mi sueño, algo turbada. Se te han agitado las hormonas, Leren, me dijiste sonriendo. Pero pasaban los días y no dejaba de verlo. Volví a soñar con él varias noches. Sus ojos cada vez eran más brillantes. Tengamos un niño, te decía. Me bastas tú, contestabas.
A escondidas fui reuniendo ropitas, normativas, informes y solicitudes. Tú leías Bella del Señor y mirabas condescendiente a nuestras amigas con niños. Yo callaba y ya no me sentía tan especial. Tenía unos ojos azules clavados. Me voy, te dije. No me dejes, contestaste.
Me fui.

Jamás amaré a otra, me solías repetir. Creo que has cumplido. Debe de ser a un otro a quien quieres ahora. Pero no lo amas, ¿verdad? Porque veo tu pasión por ese bebé y ya sé que hay alguien a quien amas más de lo que hayas amado o amarás nunca. Alguien que ha salido de tu útero. Tu útero que no fue mío, tu útero que me cerraste.
Maldigo el tiempo y maldigo el amor. Bien, ya pasó: mi mayor miedo se ha cumplido. Llevaba años esperando tropezarme contigo empujando un carrito. Pero tú, siempre especial, me has concedido una escena aún más dolorosa: tus brazos acunando a un bebé de ojos aguamarina.

Ex mujer, nueva madre, me faltas y me sobras.
Tomo el cubo de zinc, lleno ya de cenizas, y aprieto mis yemas contra el metal ardiente. Aguanto hasta que el dolor me traspasa. Olvido tu útero fecundo, mi vida yerma, y solo soy dedos muertos, dolor presente. Bajo a casa mareada y consigo abrir -en un suplicio que me lancina y bendigo- otra botella de vodka. Paso de nata y canela.
En mi ventana abierta se posa una paloma blanca, inmaculada. Intento echarla agitando mis brazos, pero se vuelve hacia el interior y me mira con sus ojillos negros. Me aterra el símbolo que no entiendo y que se aferra tenaz al alféizar, ajeno a mis grotescos intentos de espantarlo. Caminando de espaldas, llego a la cocina, cojo la fregona y vuelvo al salón. La paloma me mira, extiende las alas y, sin prisa, se echa a volar.
Estoy sola.
Hola, Leren, útero seco y tricorne.
Adiós, adiós, mamá.

PS: Podías haber tenido el detalle de no pasearte por mi barrio con tu rorro envuelto en una toquilla arcoiris. Pero qué digo, tú nunca caíste en esas minucias.

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Primer amor

>> 16 may 2010

Antes de enamorarme por primera vez ya había oído aquello de que el primer amor es para siempre.
Para siempre.

Qué poco me importaron aquellas palabras entonces. Como cualquier niña buena de finales de los sesenta, me limitaba a respirar sin llamar la atención y a escuchar lo justo para cumplir órdenes diligentemente. Aquella máxima, en aquel momento, no parecía ni orden ni importante. Pero se grabó y se cumplió. Vaya que sí.
Aún no he encontrado el delete.

Era muy joven cuando me enamoré por primera vez. No comprendo cómo pudo pasar, no entonces, no allí. Acudía cada mañana a las ocho, charlando alegre con mis compañeras a lo largo del camino. Al llegar, bajábamos del autobús en silencio mientras los perros nos ladraban furiosos. Ahora no entiendo para qué los tenían allí, atados. De pequeña no me hacía preguntas. Me limitaba, como todas, a pasar lo más lejos posible de las fieras. Año tras año, nos seguían gruñendo; año tras año, nos seguían dando pavor. Como ellas.
Cuando la verja chirriaba sobre sus goznes ya habíamos entrado en el estado hipnótico requerido para sobrevivir. La vida quedaba fuera. A la entrada, ningún lema advertía sobre el interior, pero habrían podido tomar prestados el eickeano “El trabajo os hará libres” o quizás mejor el dantesco “¡Oh vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!”.

Y sin embargo, allí, en el infierno, conocí por primera vez el amor.

He confesado en este lugar debilidades que me avergüenzan y he pagado un precio terrible por ello. Aún estoy respondiendo correos de lectoras que me afean mi debilidad por los bomberos, acusándome de ser una falsa lesbiana. ¿Qué decir? A veces yo misma me acuso. Otras me exculpo, acogiéndome al socorrido “quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra” y, alabado sea el señor, no me ha llegado ninguna. Será el antispam.

Pero ya divago. Quizás es que no quiero recordar. Quizás busco el exorcismo y lo temo. Pero no he de callar. Confesaré y que salga el sol por do quiera.

Yo, la casta Leren, me enamoré en mi colegio de franquistas monjas. Adoraba su cabello rubio, sus rodillas sin postillas, el donaire con que llevaba su babi inmaculado. Cada día, sin falta, corría hacia mí para compartir su bocadillo de nocilla y yo colocaba mis labios donde...
Donde él los había colocado.
Se llamaba Pablo. Teníamos cuatro años y me enamoré locamente. De un niño, sí.
Fueron ellas, las monjas, las culpables, creando la tentación, permitiendo que la guardería del colegio fuera mixta. Pero al cumplir los seis, ay, llegó la enseñanza segregada y con ella nuestra separación. Qué desgarro y qué hambre sentí tras su partida. No sabía si me dolía más el corazón o el estómago. Mis ojos lloraban, mi boca gemía, mis tripas rugían, pero tanto desconsuelo en una inocente infanta no halló eco. Los perros y las monjas siguieron gruñendo, la verja chirriando, mas yo nunca volví a ver a Pablo.
Tampoco he vuelto a comer nocilla. Demasiado pesar.

Pasaron los años. Completé mi educación rodeada de alumnas y monjas. Mujeres, mujeres, mujeres. La naturaleza, en fin, siguió su curso. Comenzaron a gustarme las de mi propio sexo. Qué caramba, comenzaron y terminaron gustándome mucho, muchísimo. Incluso amé a alguna y alguna me amó. Pero no he olvidado a Pablo.

A pesar del tiempo, Pablito, aún te recuerdo. A veces pensé en contratar a un detective pero no tenía un duro, ni valor. Ahora, en la era internete, he fantaseado con encontrarte un día en facebook, pero no sé cómo. Ninguno de los pablos que veo en la página de fans de nuestro ex colegio tiene tus cabellos angelicales (de hecho, todos están calvos) y ninguno muestra las rodillas en sus fotos de perfil ni su afición por la nocilla entre sus membresías de grupo. Ya he abandonado la esperanza de que tú hayas atesorado mi recuerdo como yo el tuyo. Sí, mejor así, por siempre olvidada. Me da miedo entrar en FB algún día y encontrarme en mi muro que un tal Pablo (ideología política: derechas, creencias religiosas: ogrus dei, casado con: Piluca) solicita mi amistad con este mensaje privado: “¿Tú eres la Leren que en su hambruna atacaba mi bocadillo cada recreo?”.
Porque lo cierto, Pablo, es que tú tenías vocación de médico sin fronteras y por ello me alimentabas a diario, me curabas mis marimachas postillas, besabas mi frente calenturienta... pero no me amabas. Nunca me amaste, Pablo, imbécil, primer amor mío de los cojones. Y heme aquí con lo de los bomberos y con lo tuyo, sin saber si soy una lesbiana congénita, o solo otro producto sáfico made in monjas. Si alguna vez tuve o tendré una pizca de libre albedrío.

Pablo, delete, delete, delete.

Porque si te consigo borrar a ti, Pablo, algo me dice que aquella orden que creí máxima se borrará al fin, y tras de ti irán otros nombres.
De mujer, Pablo. Borraré ya solo nombres de mujer.
Uno, otro, otro.
Delete, delete, delete.

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De flujos, eyaculaciones y olas asesinas

>> 9 may 2010

Es aún noche cerrada. Me ha despertado el terror.


Mi corazón late enloquecido. Me tiembla todo el cuerpo. Estoy helada. Tengo frío, muchísimo frío.
Con pánico, cautelosa, palpo las sábanas. Secas.
Sigo explorando. Me atrevo a moverme poco a poco. Recorro almohadas, centro y pie de la cama. Todo seco.
Me voy calmando. Ha sido un mal sueño. Ya pasó.
Solo yo estoy mojada: mi frente, mis axilas, mi espalda, mi pecho. Pero me tranquilizo. No es ella. Es solo miedo, una pesadilla; es sudor, sano, saludable, simple sudor frío.
En cama, como cada noche desde hace siete años, estoy yo sola (los peluches y los vibradores no cuentan). Ella no está y soy feliz, feliz en esta soledad seca que me rodea.

La primera vez que ocurrió fue inesperado, una sorpresa absoluta para ambas. Aquel orgasmo debió de ser de campeonato (miro uñas, aplico vaho, pulo en hombro, vuelvo a mirar uñas), porque ella empezó a manar. Fue desconcertante y, en fin, más o menos turbador y gracioso, pero decidimos tomarlo como signo de nuestra increíble conexión sexual, que había hecho fluir aquella fuente. A ella nunca le había pasado y yo nunca lo había experimentado ni contemplado. Así que investigamos, y después de una búsqueda exhaustiva en fuentes universalmente accesibles (no se trataba de usar claves de la biblioteca para acceder a artículos especializados sobre eyaculación femenina, entiéndase), colegimos que aquello era magnífico, una muestra de una liberación sexual a la que solo unas elegidas estaban llamadas. Y, aunque yo no estaba entre ellas, me sentía orgullosa de mi papelito catalizador.

Aprendimos a follar con un cubo y una fregona cerca. Eran divertidos los numeritos de sexo de pie, contra la pared, con salvajes y hottísimos empellones que resultaban en charcos cada vez más grandes. Yo me sentía algo disminuida a causa de mi –por contraste- casi nula producción de flujo, pero aún podía más la satisfacción de mi vanidad machirula de “mira lo que te saco, nena”. Ella, por su parte, estaba cada vez más exaltada. No paró hasta encontrar un foro de eyaculadoras, del que rápidamente se convirtió en una de las más activas miembras. Cada vez pasaba más tiempo allí enganchada, comentando experiencias, sensaciones y trucos; haciendo amigas. A veces, mientras cocinaba o leía, escuchaba sus carcajadas desde el estudio y me perturbaba. La sentía cada vez más lejos. Ella me comentaba, pero decía que no podía entenderla realmente. Otras veces me leía artículos de ginecólogas e ideólogas feministas eyaculadoras y yo me sentía fatal, una reprimida, atrapada en mis sequerones orgasmos de segunda. No sabía cómo liberar mi río, mi arroyo, mi agüita interior siquiera. Ya no me sentía la lesbiana mañosa que había despertado a la diosa sexual, sino la pareja que se había quedado en un nivel evolutivo inferior.

Y el sexo oral, ay.
Los primeros días tenía también su aquel. Era divertido verla ruborizarse, escuchar sus, “no, por favor, qué vergüenza”. Y mis asertivos ”tranquila, no es pis, míralo, huélelo, no seas tonta, si es genial, blablablá”. La convencí de que era algo estupendo, natural, sano. Antes de que ella indagara, ya le había mostrado yo algún artículo sobre la eyaculación femenina, porque no quería que se turbara, que se inhibiera, que sufriera por su expresión sexual. Y vaya si lo conseguí. De sus “no, por favor” pasó al ”¿a qué sabe?”, y en unas pocas sesiones más al “bébetelo, todo”. Caramba, ya eso no era tan divertido. Tuve que camuflar un cubito debajo de la cama para escupir a escondidas los litros y litros de líquido que producía esa fiera sexual desatada que cada vez reconocía menos como la mujer sensible, delicada y mesuradamente apasionada que me había conquistado hacía escasos meses.

Pero no me atrevía a decirle “bébetelo tú, cojones”. Me había quedado fijada en qué suerte tienes, tú eyaculas y yo no, tú eres una lesbiana liberada fetén y yo una primitiva. Me planteé ir a un psicólogo. Pero esos se ponen con nuestra historias y no sabía dónde encontrar una psicóloga lesbiana que supiera de eyaculaciones de tías. Estaba sola. Y cada vez más resfriada, porque llegaba el invierno. En verano, acabar empapada en la cama tiene su punto. Compras un protector impermeable de colchón, mojas las sábanas y te da igual. Si se llega al chapoteo, te tiras al suelo y sigues con la orgía, pero en invierno... Tuvimos que comprar una secadora industrial, porque no dábamos abasto a secar protectores de colchones, sábanas, mantas, edredones, toallas de playa o cualquier elemento secante que nos pillara cerca cuando el estro apretaba. Su estro, debería decir, porque el mío iba cada vez a menos. Empecé a temer meterme con ella en la cama. Simulé dolores de cabeza, candidiasis, depresión, esguinces, ayunos sexuales espirituales, pero en vano. Ella me decía que no me preocupara, que yo no tenía que hacer nada, que ella se lo montaba sola. Conmigo. Era como ser una muñeca hinchable por amor. Pero estoy segura de que una muñeca hinchable no queda tan empapada como quedaba yo tras sus sesiones. Ni tan deprimida. Ni tan congelada.

El invierno fue horrible. Ella se empeñaba en no cambiar las sábanas después de sus espeluznantes corridas. Decía que a las mujeres se nos había enseñado a odiar nuestros olores y flujos y que ella estaba ahora compensando, aceptando los suyos. Glorificando, pensaba yo, pero callaba. Yo me maldecía a mí misma por haber alabado los comienzos de sus fluidas hazañas. Se había crecido a extremos insoportables. Nos obligaba a dormir toda la noche con las sábanas empapadas de sus orgasmos. Sus orgasmos, mierda, sus numerosísimos orgasmos. ¿Es que no podía tener uno, o dos o tres por sesión y ya está? ¿Es que no podía ser una lesbiana del montón? No, no podía. No había razón, ruego o queja que la hiciera parar antes del décimo, al menos, y eso solo si tenía que madrugar (ella, porque mis madrugones no contaban en esta autodeificación sexual a la que se había lanzado). Cuando ella caía rendida, con ese tufo a pis-corrida que nos envolvía a ambas, yo me quedaba ovillada en una esquina de la cama, buscando un centímetro que estuviera seco, cavilando cómo liberarme, cómo decirle que no quería más, que ansiaba sexo con su poquito de flujo no más, lo bastante para decir, “guau, amor, estás a punto”, y no “para, tía, que estás inundando el piso de abajo”.

Quisiera poder decir que fui fuerte, asertiva, que un día le dije que ya no quería más, que se fuera con sus chorros a otra parte. Pero no. Me instalé en la frigidez y limité mi rol sexual a proveerla de orgasmos para sus charcos. Ella no parecía notar nada raro en mí. Solo se exploraba, se probaba, se gustaba cada vez más. Yo había perdido toda esperanza. Y no tenía con quién hablar, a quién pedir ayuda. No podía liberarme de mi mojada esclavitud. Contemplaba ya el suicidio. Pero entonces la conoció en aquel foro de mujeres eyaculadoras. Ella seguía posteando, aprendiendo sobre diversidad en los flujos, composiciones químicas, colores, olores y, ¡maravilla!, producción. Llevaba algún tiempo cuantificando su líquido orgasmal que, para mi horror, iba en aumento. En una de sus noches inspiradas podía llegar a fluir hasta doce litros, con picos de hasta tres litros en un único orgasmo. Y he ahí mi fortuna: aquello estaba llegando a parecerle poco. Ah, nuestra conexión había muerto hacía mucho. Su excitación era mi miseria, su deseo mi pavor. Cuando me dijo que quería crecer más como mujer (léase, eyacular más litros), pasé de considerar el suicidio a planear su asesinato. Pero no hizo falta. Llevaba algunos días más enganchada al foro de lo usual. Ahora, sin embargo, no oía sus carcajadas, ni me comentaba lo que había aprendido o las extravagancias de usuarias. Salía del estudio seria, lejana, y me respondía con evasivas. Empezó a requerirme menos, para mi alivio y preocupación. Hasta que un día en el que con un par de toallas y solo unas pasaditas de fregona todo estuvo recogido, ella me miró muy seria y me dijo esas palabras que congelan hasta a la más valiente: “tenemos que hablar”. Lo nuestro no era lo mismo, la relación no estaba creciendo, estábamos estancadas y había conocido a una chica, Jaculatoria69, con la que se comunicaba profundamente y con la que estaba ciberexplorando otras posibilidades. “Leren”, me dijo, “no eres tú, soy yo”. Ya. Jacu (me partió el alma que la llamara así) producía hasta diez litros por orgasmo, y era una lesbiana que se asumía a sí misma sin complejos, sin fundas impermeables de colchón, sin fregonas. Era una lesbiana evolucionada. “Leren, yo te quiero, pero estamos en niveles diferentes”. A pesar del dolor, por un momento recordé cómo era dormir en una cama seca y me di cuenta de que sobreviviría a la ruptura. “Siempre te querré, Leren, pero tú nunca has podido beberte más de dos litros seguidos de mi néctar”. Me las arreglé para no descomponer el gesto; si íbamos a acabar, que fuera bien. Y siguió: “Jacu puede beber más de cinco litros por orgasmo, y yo necesito estar con una mujer que me acepte como soy, que me tome entera”.

Hice las maletas. Me quedaron muy ligeras, porque dejé allí todas mis sábanas, las toallas, el cubo y la fregona. Ella me miraba intentando aparentar pena, pero no, yo sabía que estaba ya muy lejos, imaginando húmedas aventuras sexuales de dimensiones cósmicas.
Le di un beso y salí de allí con un gesto triste que cambié por uno de alivio nada más torcer la esquina y estar lejos de su alcance visual. ¡Dormir seca! ¡Iba a dormir seca! Y por fin tendría sentido volver a usar crema hidratante. “Leren”, me canturreé, “el mundo es ancho y te espera”. Entré en una librería y compré el mayor mapa mundi que pude encontrar. Cubrió casi toda una pared de mi habitación en la pensión, pero la patrona no se ha quejó de las chinchetas que marcaron todos los desiertos del planeta.
Al día siguiente fui a Viajes Aventúrate a cerrar el contrato de mi expedición a Gobi. Solo de pensar en esa árida vastedad, ya sentí el despertar de mi marchita lujuria. Estaba viva de nuevo, ¡viva y seca! Y al fin había desaparecido de mi mente la voz de Rocío Jurado martilleándome cada día, cada minuto, con "Como una ola".

Jacu69, amazónica, nílica, catarática amiga, jamás te olvidaré. En cuanto a ti, querida ex, allá donde estés, que te folle un pez. Espada.

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Tuyo es el mundo, clienta

>> 4 may 2010

- A la Avenida de José Antonio.

Empezamos bien.
Acabo de coger el alta, después de cinco meses de tv, twitter, facebook, chocolate, cerveza trastorno ansioso-depresivo y conduzco resignada por las calles de Remoria, una ciudad, como todas las españolas, en recesión y en obras, lo ideal para el taxi. Son las doce y media de la mañana. Normalmente saco el toyota priapus a las seis, tras desayunar con Patroclo, pero hoy he salido a las diez y pico.

Recuerdo el día en que lo conocí. Begoña, nuestra jefa, me lo presentó hará casi un año.
- Este es Patroclo. Va a hacer la noche.
- ¿Y el Piernas?
- Al Piernas lo he echado porque era ligerito de manos. A ver si os aplicáis el cuento los demás.
Patroclo nos mira y no abre la boca. Es moreno, bajito y guapetón. Pobre, no sabe dónde ha caído. Le sonrío.
- ¿Patroclo? ¿Tú eres el colega de Aquiles?
El chaval me mira extrañado. No debe de tener más de veintidós o veintitrés años.
- No, a este me lo han recomendado en la peña. No veas cómo le ha dejado el jardín al Conrado. Y por tres duros. Como no tiene papeles todavía...
- ¿El poli ha contratado a un ilegal?
- Es madero, pero no tonto. El chico curra que no veas, es barato y no da por culo.
- Pero ¿y el permiso de trabajo?
Begoña me mira con su desprecio acostumbrado, como si yo fuera una ignorante o una cagueta. O las dos cosas.
- Qué permiso ni na. Si hay algún jaleo, el Conrado se encarga. Pa eso está.
Y con una alegre colleja en la nuca del nuevo, se despide, camino de su primer aguardiente.

No, hoy no he desayunado con Patroclo, en esa media horita de camaradería que compartimos al acabar él su turno y empezar yo el mío. Hoy no he tenido ovarios de levantarme a las cinco y media, tras tantos meses de hacerlo cuando me salía del alma. Hoy, para arrancar mi triste y casto cuerpo del solitario lecho, he tenido que recurrir a:

  • Visionado de dos informativos
  • Visionado de una hora de dibujos animados infantiles
  • Práctica de media hora de meditación (mantra ‘I-can’)
  • Baño con hojas de lavanda, a oscuras y con música chillout
  • Elección de ropa según criterios cromoterápicos (no debí deshacerme del uniforme)
  • Amuleto indígena con cordoncillo consagrado por chamán converso
  • Dos bolsas de cartón tamaño hiperventilación (la segunda para la guantera)
  • Dos valium 10
  • Tres palmeras de huevo

Y he salido al mundo exterior. Las primeras dos horas he conducido en ocupado: no podía aguantar la idea de tener que relacionarme con nadie. Cuando he estado lista, he tirado para La Rosaleda, el barrio con más clientes por  m2. Y allí me ha parado esta tipa, que no me deja ni bajar bandera cuando ya está repitiendo impaciente:
-A José Antonio.
Mi primera clienta en meses es una veinteañera preconstitucional. Qué suerte la mía.
- ¿A la calle del Pez Demócrata, dice?
- Ofú –refunfuña- Tú llévame.
Tuteo encima. No, no hemos empezado bien. Con un chirriar de ruedas hollywoodense, saltándome la doble continua para cambiar de sentido, dejo a la niñata pegadita al asiento de atrás. Si me pillan, que me pillen, me digo, pero hoy no tengo paciencia con las bordes.
- ¡Guau, qué chulada, tía!
¿Cómo? ¿Eso es a mí? Miro por el espejo retrovisor interior y compruebo que no está hablando por el móvil. La de veces que habré contestado palabras que no eran mías...
Agarrada a su bolso, me sonríe admirativa. Solo se ha despeinado un poco.
- ¡Qué bien conduces!
Vaya, de repente no me parece tan niñata.
- ¿Te ha gustado?
Me oigo decir eso y la cabeza se me va a otro tipo de escenas, pero vuelvo en mí enseguida. Reformulo.
- ¿No te has asustado?
- ¡Qué va! ¡Me ha encantado! Conduces genial para ser una chica.
Aguanta la pedrá. Mi mano derecha hace amago de abrir la guantera. “No estás recuperada, Leren”, me digo, pero pienso en el Dr. Maligni y me domino.
- Las chicas conducimos mejor que los chicos.
- Claro, ya lo sé.
Me ha descolocado.
- ¿Entonces?
- Que solo lo hacemos cuando no están ellos, si somos listas.
- ¿Qué quieres decir?
- Bueno, tú deberías saberlo. Una chica que conduce mejor que un chico... vaya, como que no se come nada.
- ...
- A ver, ¿tú no tienes problemas para ligar?
Joder, pero qué lejos me parece la calle del Pez Democrático. Para colmo, un camión de la basura tapona la vía, a estas horas indecentes para él.
- ¿Qué, tú ligas mucho? –insiste con retintín.
Alguien debería haberle enseñado a esta muchacha un respeto hacia sus mayores. Y a interpretar un silencio cerrado.
- Bueno, ligar ligar, no ligo mucho...
Ea, está dicho. Sin oponer apenas resistencia, le he confesado mi castidad a una niñata desconocida.
- ¿Lo ves? Es que los tíos se siente amenazados por una tía como tú.
- No sé yo si es eso...
Me pregunto cuándo va a circular el puto camión. Ni que tuvieran que reciclar in situ. Por fin, con un ruido tremendo y un olor aún más tremendo, el camión se pone en marcha. Y tras él, yo, que arranco justo en el momento en el que la niñata rubia (¿teñida?) consigue colarse en el asiento del copiloto y cerrar la puerta. Adiós alivio.
Miro de soslayo a la guantera. Me contengo. Otra vez.
- Con un tío nunca me siento delante.
- Claro.
Me pongo más nerviosa aún. Fantaseo con la idea de que se haya olvidado del tema. Inicio una conversación sobre las persistentes lluvias, pero me interrumpe. Juraría que es el modelo inspirador de la niña repelente.
- Entonces, si no es por eso, ¿tú por qué no ligas? Total, no estás tan mal.
En este punto, omito la índole de mis pensamientos. No quiero añadir más violencia a un mundo ya violento.
- Bueno, es que yo...
La miro de reojo y veo que me está mirando con interés. ¿Me habré equivocado con ella? Quizás es que esta generación es así; es su forma de hablar y de relacionarse. A lo mejor lo de que no estoy tan mal no es conmiserativo, sino apreciativo. No sé...Y además la chica tiene unas piernas de vértigo. Bendita falda.
- Venga, mujer, cuéntame -me anima.
Pero no me atrevo.
- Es que yo...
Y me callo.
- ¿Tú qué?
- Yo es que no ligo con tíos porque soy... soy... feminista.
Leren, eres una cobarde.
- ¡Ja, así te va! ¡Feminista!
Me defiendo sin mucha convicción.
- Sí, feminista, ¿qué pasa? ¿A los de tu generación no os han enseñado igualdad y eso?¿Tú no eres feminista?
- ¿Feminista yo? ¿Tú de qué vas, tía? Yo no soy feminista, yo soy fe-me-ni-na. Y ligo un montón, ¿sabes?
Y con esa original declaración de principios adornada con una vocecita de nena en celo, me dice que me quede con la vuelta, los quince céntimos que sobran de esta, mi primera carrera, que por fin por fin por fin ha llegado a término.

Estaciono en la primera parada que encuentro. No saludo. Con el piloto apagado, cierro la ventanilla y silencio el móvil. Saco la bolsa de cartón. Respiro. Cuando me recompongo, arranco y me dirijo feministamente a casa. “Yo no ligaré, pero por lo menos no estoy lobotomizada”, le espeto desafiante a los asientos callados. Lo repito cada vez más alto. Algunos conductores me miran. Paso. Al llegar, llamo a tres amigas, una detrás de otra, para lloriquearles y que me reafirmen. “Bah, Leren”, me dicen, “no lo pienses más. Esa tía es una niñata facha y tú eres una mujer de una pieza".

Me pregunto qué será ser una mujer de una pieza.
Y me acuerdo de sus piernas. Y no hallo consuelo.

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De la castidad lesbiana y las terapias de conversión

>> 1 may 2010

- Buenos días.
- ¿Lerendi Mendi?
- Sí, soy yo.
Como si no me conociera ya. Vengo todas las semanas desde hace cinco meses.
- ¿Su cita es a las 11.40?
- Sí.
Me pregunto a qué vendrán hoy estas preguntas ociosas. Las últimas veces me tenía la baja preparada y la cuestión estaba lista con un par de buenos días y hasta el jueves.
- ¿Cómo se encuentra, Lerendi?
¿Más mareo de perdiz? Hacía mucho que no me preguntaba. Pero, en fin, si hoy toca interpretar, vamos a ello.
- Fatal, ya sabe. No se me van los ahogos y hay veces en que apenas puedo respirar. Temo asfixiarme. Por la noche, tengo que dormir con siete almohadas porque me aterra que se me hundan los pulmones y no despertarme más.
- ¿Sigue con las pesadillas?
- Sí, con todas. Y van a peor. Me despierto llorando y dando gritos. Los vecinos me han denunciado porque no les dejo dormir. No tienen caridad, con lo que estoy pasando...
- Ajá. ¿Y las náuseas?
- Tremendas. Es ver comida y ponerme a vomitar. No soporto oler ningún alimento. Pero me obligo a tomar algún bocadito para seguir viva, aunque mi existencia, ya sabe usted, Dra. Nofemia, es un infierno.
- ¿Bocadito? ¿Qué tipo de bocadito?
- Pshá, zanahorias cocidas, esparraguitos a la plancha, pepinillos en vinagre...
- Qué curioso.
No me gusta el tono con que lo dice.
- ¿Curioso por qué?
- Porque su IMC ha pasado del 27 al 31%, su colesterol se ha plantado en 825 y los triglicéridos se han aupado –disculpe la elección de palabras, pero no hay tecnicismo que describa la progresión de sus niveles- a 640. Estoy pensando en presentar su caso en el próximo Congreso Orgiástico de Médicos de Atención Primaria. Pepinillos, dice... Un caso único, sí.
- Es que estoy muy enferma...
- Ya.
- Me pesan las piernas, me duelen las articulaciones, me zumban los oídos, se me nubla la vista...
- Pero puede conducir.
Se me ha helado la sangre en las venas.
- Hace meses que no conduzco.
- Claro, todos los que ha estado de baja.
- Es que no puedo conducir...
- Eso no es lo que piensa el inspector médico, Lerendi.
- ¿Quién?
- El inspector. Ya sabe, cuando alguien tiene una baja laboral de larga duración, se revisa su caso cada cierto tiempo.
No quiero pensar a dónde lleva esto. ¿Por qué no me da la baja de una puñetera vez y me deja marchar ya?
- Pero yo tengo una terrible depresión. ¡No puedo coger el taxi!
- Lerendi, no cabe duda de que usted no se encuentra del todo bien, al menos en el plano afectivosexual. Y tampoco a nivel de estética, si me permite decírselo, como responsable que soy de su salud.
En mi interior, me cagüen toda su parentela. A mí no me gusta su gramática y sin embargo me callo como una muda.
- ¿Me da la baja? Es que me estoy mareando...
- Lo siento, Leren, no puedo. Tiene que pasar por un tribunal médico. Ya han fijado la fecha.
La boca se me seca. Mi lengua raspa.
- ¿Por qué?
- Bueno, no es decisión mía. Yo le he estado dando la baja por un trastorno ansioso-depresivo, pero el inspector no se muestra muy empático.
- ¿Y eso?
- Para empezar, ha habido una denuncia. Alguien la vio en el Burri King hace unos días y según consta en su escrito “Esa tía comía como una mala bestia. Y además podía correr”. Esa denuncia es lo que ha llamado la atención del inspector sobre su caso.
- Me pregunto quién ha podido...
- No puedo darle ese dato. La persona que la ha denunciado ha solicitado permanecer anónima.
- Qué cobarde, qué mezquino, qué falsario, qué...
- No gaste saliva, Lerendi: yo no juzgo. Vamos a lo que hay. El inspector que supervisa su baja tiene acceso absoluto a su historial médico, donde consta todo sobre usted. Insisto, todo. Y resulta que el Dr. Maligni pertenece al Foro de Hijos de Adán y Eva, cuya visión de la familia, como sabrá, es algo tradicional.
- ¿Algo? Haztepís son fanáticos de izquierda a su lado. ¿Y mi baja está en manos de ese?
- Así es.
- Dios santo, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo me preparo para pasar esa revisión?
- No sé si debería decirle esto, pero hay información en internet para burlar a un tribunal médico. No es que su caso no esté fundamentado, entiéndame.
- Ya, ya. Usted siempre ha sido una doctora muy rigurosa y toda una profesional.
Sin querer, se me van los ojos a su escote. No sé si se da cuenta del efecto que su bata abierta provoca en sus pacientes. Debe de ser su particular termómetro. A mí ya me ha notado la fiebre, seguro, pero no me pone en evidencia. Solo mantiene una suave sonrisa, que interrumpe para soltar unas palabras terribles.
- El Dr. Maligni no se cree que su depresión se deba a una castidad de larga duración.
- ¿Que no?
- Para nada. Cuando intentaba defender su caso, me interrumpió con una risa sarcástica, diciéndome “¿Una lesbiana casta? Dra. Nofemia, no me haga reír. Esa gentuza solo piensa en fornicar. No hay homosexual que no sea promiscuo. Son unos hijos de Satanás, de Sodoma y de Gomorra”.
- ¿Tres padres?
- Creo que era metafórico. Por cierto, no usó la palabra ‘lesbiana’, pero no quiero herir su dignidad.
- Vaya, tampoco usaría ‘fornicar’.
- No, esa sí que la usó. Y le noté una leve erección al decirla. Lerendi, por dios, le comento esto porque es usted una paciente de confianza y sé que no hablará de esta cuestión con nadie.
- Con nadie, ni una palabrita.
De nuevo, me alucina su inocencia. Menos mal que nunca le he dicho que escribo un blog como terapia.
- La revisión es este jueves a las 13.15, aquí, en la consulta 12 de la primera planta.
- ¿Cómo he de prepararme? ¿Traigo los análisis, las radiografías, mi diario de pesadillas...?
- Venga con las bragas limpias.
- ¿¿Perdón??
- El inspector ha dicho que si usted está deprimida por la castidad, que eso lo arregla él con un par de polvos de campeonato. Estoy citando sus palabras, perdóneme, pero quiero que sea usted consciente de su situación. Se lo ha tomado como una misión personal. Cree que si usted prueba un buen macho se le quitará toda la tontería y se hará una tía en condiciones, una ferviente prosélita. Ha citado a todos sus estudiantes de la facultad para que asistan a su conversión y ha programado la grabación del acto terapéutico para los alumnos online. No sé si los profilácticos los pone él, por cierto.
- Doctora.
- ¿Sí?
Con apenas un hilillo de voz y el alma en los pies, claudico.
- Doctora Nofemia, deme el alta. Ahora.
Me tiende el alta, que ya tenía preparada. Se levanta y se me acerca. Me planta un beso en la mejilla y me acompaña a la puerta, sin decir una palabra. Su mirada está cargada de compasión.
Con una última ojeada a su escote, devastada, salgo de allí.

He corrido a casa. He lanzado mi ropa de trabajo a una bolsa de basura y la he llevado a la tintorería. No puedo soportar la idea de lavarla y plancharla yo misma.
Chari, la tintorera, me recibe con una sonrisa.
- Hola, Leren, cuánto tiempo. ¿Qué me traes?
- Los avíos para el curro.
- ¿Ya estás de alta? Qué bien, chica.
- Me cago en tu puta madre.
Le arranco la ropa de las manos, escupo en el escaparate y me marcho de allí. Me dirijo al contenedor de aceites usados y me aseguro de hundir la bolsa hasta el fondo. Algo más serena, encamino mis penosos pasos hacia el Burri King. Si ya me han hecho el outing, no tengo nada más que perder. Con un menú que asciende a 26,50 euros, me siento en una apartada mesa. Ea, a celebrar. Va por ti, mi comprensiva y escotada Dra. Nofemia.
Mañana será otro día. Laborable.

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