De cómo me ofrecieron ser una mujer modelo
>> 29 may 2010
- ¿Sí?
- ¿Sí?
Odio torcer esquinas y encajar puñaladas.
La calle es estrecha y no hay vuelta atrás. No voy a poder evitar que nos crucemos.
Aún no me has visto. ¿Por qué no lo paseas en un carrito? ¿O en una de esas mochilas que los cobijan junto a pecho o espalda? No quiero verlo, no quiero, pero lo llevas amorosa en brazos, tu verdad desnuda y abrigada. Caminas con cuidado y gracia, con ese andar de bailarina que es ahora el de una mujer hecha, plena, y que aun desde tus nuevas caderas se desliza como si el aire, de entre todas, te acariciara solo a ti. Admiro cada uno de tus pasos. Vuelvo a tener dieciocho y a quedar subyugada.
No me ves, no ves nada. Tu pequeña carga es tu mundo, y lo miras con tan intenso amor que quisiera arrebatártelo y aniquilarlo, negar que existe, que esto ha pasado. Pero echo a correr, asustada de tanto dolor y odio. Y es mi carrera la que hace que levantes la vista y me encuentres y tus ojos me devuelvan horror y vergüenza. Separas los labios y sé que tu boca dirá sin aire mi nombre, pero no me vuelvo, porque no me vas a llamar para que me detenga. Solo vas a abrazar con más fuerza a tu cría y a componer, ya en posesión de ti, una mirada entre reto y disculpa.
Así que corro y corro hasta llegar a casa, coger la escalera, subir al altillo y encontrar la bolsa de mi esperanza muerta. Subo a la azotea y espero que se haga de noche con la compañía de una botella helada de vodka caramelizado, nata y canela. Poco a poco, el dolor se va haciendo más suave y lloro sin quejidos.
Espero a las doce. No es el solsticio de verano, no es nada, pero necesito el rito y con las lejanas campanadas de la vetusta catedral de Remoria voy sacando papeles de la bolsa y echándolos al cubo de cinc que me garantiza una hoguera controlada. Arden primero los minúsculos patucos blancos y tras ellos ya puedo lanzar al fuego el libro de familia que nos regalaron las amigas en nuestro séptimo aniversario. Sigo con el informe de idoneidad que firmé en solitario, porque tú dudabas; la solicitud de adopción internacional, también solitaria; la copia de la escritura, que nos hizo sentir muy mayores, muy unidas, muy familia; y por fin el contrato de nuestro primer alquiler, el de aquel húmedo zulo que nos encandiló. Llego ahora a las cartas que nos cruzamos durante aquella beca que nos separó unos meses, los únicos de nuestra década; vierto las muchas notas que conservé y que me dejabas en cualquier espacio de nuestra casa (cama, cajón, espejo, nevera...), avivando mi amor día a día con tu siempre lírica elección de palabras. Y así quemo hasta el primer libro que me regalaste y que restauraba cada tanto con papel celo, porque no había encuadernador que pudiera mantener unidas las páginas de esos poemas que me sé de memoria, y la de tu dedicatoria, que creí amante mandamiento. En la estela de las promesas, sigo con tus cartas adolescentes. Ya en la primera me juraste amor sempiterno (¿recuerdas cuando aprendimos aquella palabra juntas?). Te afirmabas con una letra que estaba por hacer, como nosotras.
Ni lo considerábamos. Ser dos era embriagador. No cabía nadie más. Éramos la única pareja lesbiana sin siquiera un gato de entre nuestras amigas, que nos miraban con una sonrisa maternal y decían que jamás dos mujeres se habían amado tanto. Nosotras nos sentíamos únicas, tocadas por un amor que no le era dado más que a las elegidas.
Una noche de primavera soñé con un bebé. Era perfecto, con una suave pelusilla oscura en su cabecita y unos limpísimos ojos azules, ni tuyos ni míos. Te conté mi sueño, algo turbada. Se te han agitado las hormonas, Leren, me dijiste sonriendo. Pero pasaban los días y no dejaba de verlo. Volví a soñar con él varias noches. Sus ojos cada vez eran más brillantes. Tengamos un niño, te decía. Me bastas tú, contestabas.
A escondidas fui reuniendo ropitas, normativas, informes y solicitudes. Tú leías Bella del Señor y mirabas condescendiente a nuestras amigas con niños. Yo callaba y ya no me sentía tan especial. Tenía unos ojos azules clavados. Me voy, te dije. No me dejes, contestaste.
Me fui.
Jamás amaré a otra, me solías repetir. Creo que has cumplido. Debe de ser a un otro a quien quieres ahora. Pero no lo amas, ¿verdad? Porque veo tu pasión por ese bebé y ya sé que hay alguien a quien amas más de lo que hayas amado o amarás nunca. Alguien que ha salido de tu útero. Tu útero que no fue mío, tu útero que me cerraste.
Maldigo el tiempo y maldigo el amor. Bien, ya pasó: mi mayor miedo se ha cumplido. Llevaba años esperando tropezarme contigo empujando un carrito. Pero tú, siempre especial, me has concedido una escena aún más dolorosa: tus brazos acunando a un bebé de ojos aguamarina.
Ex mujer, nueva madre, me faltas y me sobras.
Tomo el cubo de zinc, lleno ya de cenizas, y aprieto mis yemas contra el metal ardiente. Aguanto hasta que el dolor me traspasa. Olvido tu útero fecundo, mi vida yerma, y solo soy dedos muertos, dolor presente. Bajo a casa mareada y consigo abrir -en un suplicio que me lancina y bendigo- otra botella de vodka. Paso de nata y canela.
En mi ventana abierta se posa una paloma blanca, inmaculada. Intento echarla agitando mis brazos, pero se vuelve hacia el interior y me mira con sus ojillos negros. Me aterra el símbolo que no entiendo y que se aferra tenaz al alféizar, ajeno a mis grotescos intentos de espantarlo. Caminando de espaldas, llego a la cocina, cojo la fregona y vuelvo al salón. La paloma me mira, extiende las alas y, sin prisa, se echa a volar.
Estoy sola.
Hola, Leren, útero seco y tricorne.
Adiós, adiós, mamá.
PS: Podías haber tenido el detalle de no pasearte por mi barrio con tu rorro envuelto en una toquilla arcoiris. Pero qué digo, tú nunca caíste en esas minucias.
Antes de enamorarme por primera vez ya había oído aquello de que el primer amor es para siempre.
Para siempre.
Qué poco me importaron aquellas palabras entonces. Como cualquier niña buena de finales de los sesenta, me limitaba a respirar sin llamar la atención y a escuchar lo justo para cumplir órdenes diligentemente. Aquella máxima, en aquel momento, no parecía ni orden ni importante. Pero se grabó y se cumplió. Vaya que sí.
Aún no he encontrado el delete.
Era muy joven cuando me enamoré por primera vez. No comprendo cómo pudo pasar, no entonces, no allí. Acudía cada mañana a las ocho, charlando alegre con mis compañeras a lo largo del camino. Al llegar, bajábamos del autobús en silencio mientras los perros nos ladraban furiosos. Ahora no entiendo para qué los tenían allí, atados. De pequeña no me hacía preguntas. Me limitaba, como todas, a pasar lo más lejos posible de las fieras. Año tras año, nos seguían gruñendo; año tras año, nos seguían dando pavor. Como ellas.
Cuando la verja chirriaba sobre sus goznes ya habíamos entrado en el estado hipnótico requerido para sobrevivir. La vida quedaba fuera. A la entrada, ningún lema advertía sobre el interior, pero habrían podido tomar prestados el eickeano “El trabajo os hará libres” o quizás mejor el dantesco “¡Oh vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!”.
Y sin embargo, allí, en el infierno, conocí por primera vez el amor.
He confesado en este lugar debilidades que me avergüenzan y he pagado un precio terrible por ello. Aún estoy respondiendo correos de lectoras que me afean mi debilidad por los bomberos, acusándome de ser una falsa lesbiana. ¿Qué decir? A veces yo misma me acuso. Otras me exculpo, acogiéndome al socorrido “quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra” y, alabado sea el señor, no me ha llegado ninguna. Será el antispam.
Pero ya divago. Quizás es que no quiero recordar. Quizás busco el exorcismo y lo temo. Pero no he de callar. Confesaré y que salga el sol por do quiera.
Yo, la casta Leren, me enamoré en mi colegio de franquistas monjas. Adoraba su cabello rubio, sus rodillas sin postillas, el donaire con que llevaba su babi inmaculado. Cada día, sin falta, corría hacia mí para compartir su bocadillo de nocilla y yo colocaba mis labios donde...
Donde él los había colocado.
Se llamaba Pablo. Teníamos cuatro años y me enamoré locamente. De un niño, sí.
Fueron ellas, las monjas, las culpables, creando la tentación, permitiendo que la guardería del colegio fuera mixta. Pero al cumplir los seis, ay, llegó la enseñanza segregada y con ella nuestra separación. Qué desgarro y qué hambre sentí tras su partida. No sabía si me dolía más el corazón o el estómago. Mis ojos lloraban, mi boca gemía, mis tripas rugían, pero tanto desconsuelo en una inocente infanta no halló eco. Los perros y las monjas siguieron gruñendo, la verja chirriando, mas yo nunca volví a ver a Pablo.
Tampoco he vuelto a comer nocilla. Demasiado pesar.
Pasaron los años. Completé mi educación rodeada de alumnas y monjas. Mujeres, mujeres, mujeres. La naturaleza, en fin, siguió su curso. Comenzaron a gustarme las de mi propio sexo. Qué caramba, comenzaron y terminaron gustándome mucho, muchísimo. Incluso amé a alguna y alguna me amó. Pero no he olvidado a Pablo.
A pesar del tiempo, Pablito, aún te recuerdo. A veces pensé en contratar a un detective pero no tenía un duro, ni valor. Ahora, en la era internete, he fantaseado con encontrarte un día en facebook, pero no sé cómo. Ninguno de los pablos que veo en la página de fans de nuestro ex colegio tiene tus cabellos angelicales (de hecho, todos están calvos) y ninguno muestra las rodillas en sus fotos de perfil ni su afición por la nocilla entre sus membresías de grupo. Ya he abandonado la esperanza de que tú hayas atesorado mi recuerdo como yo el tuyo. Sí, mejor así, por siempre olvidada. Me da miedo entrar en FB algún día y encontrarme en mi muro que un tal Pablo (ideología política: derechas, creencias religiosas: ogrus dei, casado con: Piluca) solicita mi amistad con este mensaje privado: “¿Tú eres la Leren que en su hambruna atacaba mi bocadillo cada recreo?”.
Porque lo cierto, Pablo, es que tú tenías vocación de médico sin fronteras y por ello me alimentabas a diario, me curabas mis marimachas postillas, besabas mi frente calenturienta... pero no me amabas. Nunca me amaste, Pablo, imbécil, primer amor mío de los cojones. Y heme aquí con lo de los bomberos y con lo tuyo, sin saber si soy una lesbiana congénita, o solo otro producto sáfico made in monjas. Si alguna vez tuve o tendré una pizca de libre albedrío.
Pablo, delete, delete, delete.
Porque si te consigo borrar a ti, Pablo, algo me dice que aquella orden que creí máxima se borrará al fin, y tras de ti irán otros nombres.
De mujer, Pablo. Borraré ya solo nombres de mujer.
Uno, otro, otro.
Delete, delete, delete.
Es aún noche cerrada. Me ha despertado el terror.
- Buenos días.
- ¿Lerendi Mendi?
- Sí, soy yo.
Como si no me conociera ya. Vengo todas las semanas desde hace cinco meses.
- ¿Su cita es a las 11.40?
- Sí.
Me pregunto a qué vendrán hoy estas preguntas ociosas. Las últimas veces me tenía la baja preparada y la cuestión estaba lista con un par de buenos días y hasta el jueves.
- ¿Cómo se encuentra, Lerendi?
¿Más mareo de perdiz? Hacía mucho que no me preguntaba. Pero, en fin, si hoy toca interpretar, vamos a ello.
- Fatal, ya sabe. No se me van los ahogos y hay veces en que apenas puedo respirar. Temo asfixiarme. Por la noche, tengo que dormir con siete almohadas porque me aterra que se me hundan los pulmones y no despertarme más.
- ¿Sigue con las pesadillas?
- Sí, con todas. Y van a peor. Me despierto llorando y dando gritos. Los vecinos me han denunciado porque no les dejo dormir. No tienen caridad, con lo que estoy pasando...
- Ajá. ¿Y las náuseas?
- Tremendas. Es ver comida y ponerme a vomitar. No soporto oler ningún alimento. Pero me obligo a tomar algún bocadito para seguir viva, aunque mi existencia, ya sabe usted, Dra. Nofemia, es un infierno.
- ¿Bocadito? ¿Qué tipo de bocadito?
- Pshá, zanahorias cocidas, esparraguitos a la plancha, pepinillos en vinagre...
- Qué curioso.
No me gusta el tono con que lo dice.
- ¿Curioso por qué?
- Porque su IMC ha pasado del 27 al 31%, su colesterol se ha plantado en 825 y los triglicéridos se han aupado –disculpe la elección de palabras, pero no hay tecnicismo que describa la progresión de sus niveles- a 640. Estoy pensando en presentar su caso en el próximo Congreso Orgiástico de Médicos de Atención Primaria. Pepinillos, dice... Un caso único, sí.
- Es que estoy muy enferma...
- Ya.
- Me pesan las piernas, me duelen las articulaciones, me zumban los oídos, se me nubla la vista...
- Pero puede conducir.
Se me ha helado la sangre en las venas.
- Hace meses que no conduzco.
- Claro, todos los que ha estado de baja.
- Es que no puedo conducir...
- Eso no es lo que piensa el inspector médico, Lerendi.
- ¿Quién?
- El inspector. Ya sabe, cuando alguien tiene una baja laboral de larga duración, se revisa su caso cada cierto tiempo.
No quiero pensar a dónde lleva esto. ¿Por qué no me da la baja de una puñetera vez y me deja marchar ya?
- Pero yo tengo una terrible depresión. ¡No puedo coger el taxi!
- Lerendi, no cabe duda de que usted no se encuentra del todo bien, al menos en el plano afectivosexual. Y tampoco a nivel de estética, si me permite decírselo, como responsable que soy de su salud.
En mi interior, me cagüen toda su parentela. A mí no me gusta su gramática y sin embargo me callo como una muda.
- ¿Me da la baja? Es que me estoy mareando...
- Lo siento, Leren, no puedo. Tiene que pasar por un tribunal médico. Ya han fijado la fecha.
La boca se me seca. Mi lengua raspa.
- ¿Por qué?
- Bueno, no es decisión mía. Yo le he estado dando la baja por un trastorno ansioso-depresivo, pero el inspector no se muestra muy empático.
- ¿Y eso?
- Para empezar, ha habido una denuncia. Alguien la vio en el Burri King hace unos días y según consta en su escrito “Esa tía comía como una mala bestia. Y además podía correr”. Esa denuncia es lo que ha llamado la atención del inspector sobre su caso.
- Me pregunto quién ha podido...
- No puedo darle ese dato. La persona que la ha denunciado ha solicitado permanecer anónima.
- Qué cobarde, qué mezquino, qué falsario, qué...
- No gaste saliva, Lerendi: yo no juzgo. Vamos a lo que hay. El inspector que supervisa su baja tiene acceso absoluto a su historial médico, donde consta todo sobre usted. Insisto, todo. Y resulta que el Dr. Maligni pertenece al Foro de Hijos de Adán y Eva, cuya visión de la familia, como sabrá, es algo tradicional.
- ¿Algo? Haztepís son fanáticos de izquierda a su lado. ¿Y mi baja está en manos de ese?
- Así es.
- Dios santo, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo me preparo para pasar esa revisión?
- No sé si debería decirle esto, pero hay información en internet para burlar a un tribunal médico. No es que su caso no esté fundamentado, entiéndame.
- Ya, ya. Usted siempre ha sido una doctora muy rigurosa y toda una profesional.
Sin querer, se me van los ojos a su escote. No sé si se da cuenta del efecto que su bata abierta provoca en sus pacientes. Debe de ser su particular termómetro. A mí ya me ha notado la fiebre, seguro, pero no me pone en evidencia. Solo mantiene una suave sonrisa, que interrumpe para soltar unas palabras terribles.
- El Dr. Maligni no se cree que su depresión se deba a una castidad de larga duración.
- ¿Que no?
- Para nada. Cuando intentaba defender su caso, me interrumpió con una risa sarcástica, diciéndome “¿Una lesbiana casta? Dra. Nofemia, no me haga reír. Esa gentuza solo piensa en fornicar. No hay homosexual que no sea promiscuo. Son unos hijos de Satanás, de Sodoma y de Gomorra”.
- ¿Tres padres?
- Creo que era metafórico. Por cierto, no usó la palabra ‘lesbiana’, pero no quiero herir su dignidad.
- Vaya, tampoco usaría ‘fornicar’.
- No, esa sí que la usó. Y le noté una leve erección al decirla. Lerendi, por dios, le comento esto porque es usted una paciente de confianza y sé que no hablará de esta cuestión con nadie.
- Con nadie, ni una palabrita.
De nuevo, me alucina su inocencia. Menos mal que nunca le he dicho que escribo un blog como terapia.
- La revisión es este jueves a las 13.15, aquí, en la consulta 12 de la primera planta.
- ¿Cómo he de prepararme? ¿Traigo los análisis, las radiografías, mi diario de pesadillas...?
- Venga con las bragas limpias.
- ¿¿Perdón??
- El inspector ha dicho que si usted está deprimida por la castidad, que eso lo arregla él con un par de polvos de campeonato. Estoy citando sus palabras, perdóneme, pero quiero que sea usted consciente de su situación. Se lo ha tomado como una misión personal. Cree que si usted prueba un buen macho se le quitará toda la tontería y se hará una tía en condiciones, una ferviente prosélita. Ha citado a todos sus estudiantes de la facultad para que asistan a su conversión y ha programado la grabación del acto terapéutico para los alumnos online. No sé si los profilácticos los pone él, por cierto.
- Doctora.
- ¿Sí?
Con apenas un hilillo de voz y el alma en los pies, claudico.
- Doctora Nofemia, deme el alta. Ahora.
Me tiende el alta, que ya tenía preparada. Se levanta y se me acerca. Me planta un beso en la mejilla y me acompaña a la puerta, sin decir una palabra. Su mirada está cargada de compasión.
Con una última ojeada a su escote, devastada, salgo de allí.
He corrido a casa. He lanzado mi ropa de trabajo a una bolsa de basura y la he llevado a la tintorería. No puedo soportar la idea de lavarla y plancharla yo misma.
Chari, la tintorera, me recibe con una sonrisa.
- Hola, Leren, cuánto tiempo. ¿Qué me traes?
- Los avíos para el curro.
- ¿Ya estás de alta? Qué bien, chica.
- Me cago en tu puta madre.
Le arranco la ropa de las manos, escupo en el escaparate y me marcho de allí. Me dirijo al contenedor de aceites usados y me aseguro de hundir la bolsa hasta el fondo. Algo más serena, encamino mis penosos pasos hacia el Burri King. Si ya me han hecho el outing, no tengo nada más que perder. Con un menú que asciende a 26,50 euros, me siento en una apartada mesa. Ea, a celebrar. Va por ti, mi comprensiva y escotada Dra. Nofemia.
Mañana será otro día. Laborable.
© Blogger template Simple n' Sweet by Ourblogtemplates.com 2009
Back to TOP