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Tu gramática enlivida mi libido

>> 18 oct 2009

No quiero saber. No fui a la reunión de pibas molonas este sábado y no quiero saber si otras fueron felices. Nadie piensa en las castas y su trágica herida. Puerco mundo.

El viernes anterior, como temía, fue una mierda. Acudí al ambulatorio a hacer como que quería el alta. Tenía ya un aspecto tan saludable que habría podido anunciar dignamente en la tele leche de soja, así que me resigné a volver al curro.

Mi médica es interesante. Madura, como todas las interesantes (las jóvenes tienen otro tipo de adjetivos, que mejor callo, y las muy jóvenes son invisibles del tó), esbelta (la esbeltez me puede), aunque algo más baja de lo que me suele gustar (pero no estoy para ponerme pidona). Tiene pinta de lista y un aspecto serio y distante -ambulatorie dame sans merci- que me pone... buena.
Compongo un gesto serio y le digo que aún tengo fiebre, pero que no puedo más, que quiero ir a trabajar, que ya. Me encantan sus ojos de fuego debajo de las requetechic cejas negras. Me mira intensa unos segundos. "Algunas de nosotras...", empieza, y me licuo. ¿Será posible? La miro intensa, a mi vez. Se para y retoma: "Hay gente de lo más vaga, que hace lo que sea por estirar la baja". Vaya, ¿de qué habla? Y continúa: "y habemos las que vamos al trabajo aunque nos estemos muriendo".
El gatillazo ha sido bestial. Me he congelado. No solo es de una ingenuidad rayana en la ceguera, ay. Es también -escribo entre lágrimas- agramatical perdía. Y acaba de destrozar la relación médica-paciente.
Salgo desesperanzada, canturreando "habemos, habemos, habemos..." como un mantra de sempiterna resignación. Puerta, ascensor, calle abajo: "habemos, habemos, habemos...". No puedo más. Dejadme aquí, donde habite el olvido y yo solo sea memoria de una lesbiana casta. Salvaos vosotras. Adiós, adiós...

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Casta camelia en el ambulatorio

>> 16 oct 2009

Estoy malita. Ya llevo tres días en casa con gripe X, o lo que sea que me ha provocado el puto masaje. Al principio se estaba bien: mis compañeros trabajantes me parecían unos pringaos y por las mañanas me sentía la reina del mambo (por las tardes, con la subida de la fiebre, me he estado transmutando en una Margarita Gautier light).

A medida que me voy recuperando, esto va dejando de gustarme. Bajo a desayunar al bar Curro con miedo. Antes de salir, asomo la nariz para ver si hay alguien de Pontegood, la mutua sanitaria de mi trabajo, acechando. He guardado varios pañuelos usados, por si vienen a una inspección. Cada poco, abro la puerta del congelador y practico unos minutos de respiración holotrópica, para mantenerme. Cuando consigo voz de Tom Waits resfriao, salgo.

En el bar Curro, desayuno con cara de circunstancias. He visto a mi fan bi-h (y ella a mí...), pero no hago el más mínimo floreo visual, por si la mutua. Tampoco pido el carajillo y la doble con torreznos: no pega con mi estado. Disimulo con una manzanilla y media tostada de mollete amariconao. Me siento triste.
Paso las páginas del periódico con marcada falta de energía. Separo un poco las mandíbulas para que mi cara parezca más consumida (lo macilento me lo curré ante el espejo con una crema blanqueadora). Dejo sobre la mesa la tarjeta sanitaria, a la vista. Pago lenta, me marcho lenta.


En el ambulatorio, mi último club social, el ambiente es animadísimo. Otra vez aquí, ay. El día tiene toda la pinta de ir a ser una mierda. Solo ha habido un amago de redención cuando una veinteañera en la cola ha mirado para los asientos (sí, estoy mayor, me he sentado) y ha detenido un momento su mirada en mí. Halagador. Es gay, indudablemente, con esa pinta moderna-andrógina-fashion-casual que gasta. Y es atractiva: melenaza oscura y tipillo (1,80) femenino y desgarbado. Hacen lesbianas de lo más aparente hoy día. Pena que las hagan tan jóvenes. Me dejan como frígida; me sale ponerles la merienda.

Me dan cita para mediodía, así que de vuelta a casa. Me lo tomo con calma. Al menos, cuando vuelva luego a la consulta de mi médica, no tendré que volver a pasar por lo de:
- ¿Está embarazada?’
- No.
-¿Está segura?
- De lo más.
- ¿Qué anticonceptivos usa?
-No uso.
Silencio incrédulo y mirada expectante
- Es que no tengo relaciones desde hace...—breve parada, suspiro hondo, confesión— siete años.
Silencio espantado y profunda mirada de pena.
Omito mi lesbiandad. No la veo lista.
Firma la baja sin rechistar. Me insiste en que no vuelva hasta que me encuentre bien (¿?). Le pido cita para el ginecólogo y se apresura a dármela; debo de estar en algún grupo de riesgo. Quizá pueda solicitar una pensión no contributiva, como casta crónica mayor de 40 años. O un taller de habilidades socio-sexuales para “paradas” de larga duración. Me voy triste, muy triste.

Dios, si existes, mándame una señal. O quítame ya esta gripe rara, que mi amiga Martina me ha dicho que mañana hay una reunión de pibas lesboecologistas fraternales de lo más molón, donde hasta la más desahuciada (léase, yo) podría ver la luz.
Ah, he decidido hacerme vegetariana. Por convicción, claro.

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Pies, para qué os quiero

>> 14 oct 2009

Mis pies son pequeños, lampiños, suaves; tan blancos por fuera que se dirían de una monja groenlandesa, que no tiene sexo. Como yo.

A lo largo de mi vida me han transportado alegremente de acá para allá, a trote ligero. No los he castigado casi con tacones: el garbo no es lo mío. El tiempo los ha tratado bien. En verano saludan regordetes desde las chanclas, mirando por encima de la suela a los pies juanetosos y piedrapomados de las playas locales. Se creen jóvenes y simpáticos.
Como son mayores, han visto de todo. Contemplaban muy chulapos a aquel barrigón frotándose desesperado -una y otra vez, hora tras hora- su pie de atleta (OMS, renombre esta enfermedad cuando afecte a cerveceros, sugiero). Miraban con desprecio apenas disimulado a los compradores de Fungusol en la farmacia; con una sonrisa entre sarcástica y divertida a los que transportaban lotes de plantillas devorolor en el Carrefour; con pena, en fin, a los que van con su propia toalla por la vida para no contagiar.

A salvo, se creían a salvo. Pero la castidad es una mala condición para el cuerpo. Altera los biorritmos, baja las defensas, jode el ánimo. No hay vitamina o ejercicio que compense la castidad sostenida. La castidad debilita, y los hongos lo saben, los cabrones.
Han atacado a mis dulces pinreles. Primero fueron por una uña, y las otras no protestaron. Luego fueron por otra, y tampoco se alzó ninguna voz. Luego atacaron a otra y otra... y al final no quedó ninguna para levantarse contra ellos.
En el principio fue la sorpresa, luego la incredulidad paralizante; por fin, el pavor. Ahora vendrán a por mí. Orejas gachas, farmacia. El tratamiento es muy lento, dice la farmacéutica con una sonrisilla de medio labio (mal rayo la parta). Muy lento y como el que tiene un tío en Alcalá.

Ha acabado el verano. Me calzo mis zapatillas deportivas alegradas con unos calcetines agatosdelaprada (a ella la odio, pero sus calcetines tienen la tirilla floja, promaduras). Salgo, trabajo, monto en bici. Guau, qué joven y chuli soy! Vuelvo a casa, directa a la ducha, sientiéndome casi esbelta (vale, todos fantaseamos) y me descalzo.
Nunca me había pasado. Jamás. Me quito los calcetines y... Ay, apenas puedo escribirlo: mis pies huelen. Es decir, mis pies huelen tan mal que tumbarían a un ratón manchego. ¡Yo! ¡Mis pies! Así como sé por experiencia propia que existe el flechazo, por la misma razón sé que se puede entrar en depresión en un segundo.
Huelo los zapatos. Los miro con recelo. Al día siguiente me froto salvajemente con todo lo rasposo que encuentro en el baño (hacedme caso, dejad el estropajo nanas en la cocina: no sirve). Prueba al final del día: positivo en olor a pies.

Supongo que no es suficiente para implorar la muerte, pero esto hunde aún más mis esperanzas de salir del estado casto. Voy a llegar así a la senectud, me digo, y con pies olorosos además. En la residencia, las auxiliares en desgracia serán las encargadas de ducharme, y lo harán con prisa y asco. Hasta el gato me rehuirá, y moriré sola.
Todo por no follar. La castidad apesta.

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Lo he pagado

>> 13 oct 2009

Es ya demasiado tiempo. Mi cuerpo nota como crece la tensión día a día. No puedo más. Alguien me tiene que meter mano o me va a dar algo.
Sí, he recurrido a una profesional. No conocía a nadie que quisiera hacerlo gratis (no admitía más espera) y tampoco se trataba de salir a la calle a gritos. No me gusta llamar la atención ni dar pena.

El servicio es en su casa. Abre la puerta y me da un beso. Me pilla de sorpresa; no estaba preparada. Me gusta que no me llame clienta o usuaria, sino cariño. Sé que es mentira, pero se paga por esta ficción. No es demasiado joven, pero tiene cierto atractivo. Habla suave. El pequeño apartamento tiene un agradable aspecto hippie y está limpio, lo que me tranquiliza. Huele extraño (¿será almizcle?) y está demasiado oscuro, pero me parece lógico como forma de entrar en la atmósfera rápido. Me dice que la siga y empieza a subir la escalera de caracol. Algo nerviosa, le pregunto si puedo pasar al baño para lavarme un poco. Si me va a tocar, quiero sentirme fresca y cómoda, y no lo estoy ahora, tras llegar aquí corriendo y agitada (vive lejos, en el extrarradio, y yo, en fin, estoy nerviosa).
Subo lenta la escalera. No sé si he hecho bien. Ya es tarde para echarse atrás, así que me digo que no pasa nada y entro en la habitación con aspecto de soltura. Supongo que no engaño a nadie.
Desnúdate. Tiéndete. Obedezco. Sus palabras me dejan sin palabras. Me dejo hacer. Hacía tanto tiempo... Son ya siete años sin que unas manos recorran mi cuerpo.
A pesar de mi pudor, no puedo evitar algún tenue gemido de placer. Noto la sonrisa en su voz (te gusta, ¿no?) y tengo que asentir. Me voy relajando. Su voz es ahora más grave, más lenta, más susurrante: íntima. Voy a estar contigo el tiempo que haga falta. No espero a nadie más hoy. Tú eres lo importante ahora. Y empiezo a creérmelo, a dejarme llevar. El tiempo pasa, la cabeza me da vueltas. Al final, me deja, ya laxa, descansando, mientras ella sale, enérgica y fresca como una rosa (mosqueta). Avísame cuando estés lista, me dice, y ahora no sé si puedo quedarme 2 minutos o media hora tumbada. Al fin y al cabo, son solo 50 euros por dos horas; es poco, por más que me asegura que le encanta su trabajo.
Me levanto aún algo mareada. Me duelen las articulaciones. Quizás haya sido demasiado intenso o quizás sea el incienso berrendo en sándalo (ya he identificado el olor: es como el de la tetería de mi barrio). Me ofrece agua y la acepto, algo avergonzada de mi debilidad. Ahora ya estoy deseando irme. No quiero que me vea tambaleándome por el pasillo hacia el ascensor, pero ella se asoma y sonriente, me dice (ya no susurra, caramba): a lo mejor te he dado demasiado fuerte en las cervicales. Y ya, decididamente, grita: cuídate esa contractura, vuelve pronto. Se las ha arreglado para colarme un par de tarjetas de visita: Esmeralda Danzón, quiromasajista holística. Aromaterapia y Flores de Bach. Tratamiento integral del niño interior con oligoelementos.
Me voy hecha polvo, pero ha conseguido que no me apetezca que me pongan la mano encima en algún tiempo. Impagable.

Mañana iré a mi ambulatorio. Me apetece hacer una larga espera para que me atiendan en dos minutos; ver pensionistas, niños mocosos y recetas de curso legal. Quiero que me traten por partes y que pasen de mí. Quiero un titulado universitario que se descojone del juramento hipocrático. Quiero un servicio público en el que me digan 'ein?' si reclamo una atención integral. Y quiero myolastán, ya.
No me vuelvo a poner alternativa. Por mis niños.

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Del deseo y los altramuces en el bar Curro

>> 11 oct 2009

Al bar Curro no se va de pesca. El café está bueno, atienden rápido y no se meten en tus asuntos, lo que está muy bien para una lesbiana que no puede alardear de haber dejado al marido y los churumbeles en casita para poder leer a gusto el periódico en un bareto de barrio.
El bar Curro no suele deparar alegrías inesperadas. No es un lugar en el que descubrir la vida o descubrírsela a otros. No se ven poetas pergeñando versos, ni filósofos ordenando el mundo, ni adolescentes floreciendo, ni ná. Si alguien tiene un boli en la mano, dite que está haciendo una quiniela. No sé cuántos trankimazines me han ahorrado a lo largo de estos años su calma chicha y su aire viciado. Sus servilletas tiradas por el suelo me confirman que al menos en el bar Curro la vida sigue como siempre: guarra, hecha un asco.
Ese es mi Curro, mi fiable bar Curro.

Entro de buena mañana, agilipollada y arisca, no vaya a ser que me hablen. Me apropio de una mesa esquinada y dispongo café, tostada, agua, periódico y servilletero. Carajo, se me han olvidado los antibióticos. Bah, mejor: así no rompo mi imagen de mujer sana y no tengo que ponerme a explicar qué me pasa (no, no es blenorragia; ya me curé). Instalada, miro alrededor. Ahí está, de nuevo. En diagonal, una pareja ya desayunada contempla a los otros. Y ella me contempla a mí. No es la primera vez que la veo, pero ya ha abandonado la mirada casual. Se le ve el interés. No, no es fea. Es madura (¿de dónde salen tantas?), tiene el pelo corto y mira viendo. Si no tuviera siempre a ese hombre a su lado, diría que es lesbiana. La asigné a la categoría bi-h hace tiempo, esa conformada por lesbianas atrapadas en relaciones hetero que te miran como si vieran la libertad paseándose en vaqueros.

Somos por los otros. Una mujer deseable e inalcanzable me convertiría en una paria rijosa de barrio. Esta bi-h atrapada y deseante borra mi castidad y me transforma en objeto sexual redentor. Hummm.
Cuando mi mirada se cruza con la suya, la vacío. Su necesidad es mayor que la mía. Siempre habrá quien quiera comerse las cortezas de tus altramuces, me digo, y me marcho ufana del bar, tentada de dejarle el desayuno pagado por el favor.

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