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Pies, para qué os quiero

>> 14 oct 2009

Mis pies son pequeños, lampiños, suaves; tan blancos por fuera que se dirían de una monja groenlandesa, que no tiene sexo. Como yo.

A lo largo de mi vida me han transportado alegremente de acá para allá, a trote ligero. No los he castigado casi con tacones: el garbo no es lo mío. El tiempo los ha tratado bien. En verano saludan regordetes desde las chanclas, mirando por encima de la suela a los pies juanetosos y piedrapomados de las playas locales. Se creen jóvenes y simpáticos.
Como son mayores, han visto de todo. Contemplaban muy chulapos a aquel barrigón frotándose desesperado -una y otra vez, hora tras hora- su pie de atleta (OMS, renombre esta enfermedad cuando afecte a cerveceros, sugiero). Miraban con desprecio apenas disimulado a los compradores de Fungusol en la farmacia; con una sonrisa entre sarcástica y divertida a los que transportaban lotes de plantillas devorolor en el Carrefour; con pena, en fin, a los que van con su propia toalla por la vida para no contagiar.

A salvo, se creían a salvo. Pero la castidad es una mala condición para el cuerpo. Altera los biorritmos, baja las defensas, jode el ánimo. No hay vitamina o ejercicio que compense la castidad sostenida. La castidad debilita, y los hongos lo saben, los cabrones.
Han atacado a mis dulces pinreles. Primero fueron por una uña, y las otras no protestaron. Luego fueron por otra, y tampoco se alzó ninguna voz. Luego atacaron a otra y otra... y al final no quedó ninguna para levantarse contra ellos.
En el principio fue la sorpresa, luego la incredulidad paralizante; por fin, el pavor. Ahora vendrán a por mí. Orejas gachas, farmacia. El tratamiento es muy lento, dice la farmacéutica con una sonrisilla de medio labio (mal rayo la parta). Muy lento y como el que tiene un tío en Alcalá.

Ha acabado el verano. Me calzo mis zapatillas deportivas alegradas con unos calcetines agatosdelaprada (a ella la odio, pero sus calcetines tienen la tirilla floja, promaduras). Salgo, trabajo, monto en bici. Guau, qué joven y chuli soy! Vuelvo a casa, directa a la ducha, sientiéndome casi esbelta (vale, todos fantaseamos) y me descalzo.
Nunca me había pasado. Jamás. Me quito los calcetines y... Ay, apenas puedo escribirlo: mis pies huelen. Es decir, mis pies huelen tan mal que tumbarían a un ratón manchego. ¡Yo! ¡Mis pies! Así como sé por experiencia propia que existe el flechazo, por la misma razón sé que se puede entrar en depresión en un segundo.
Huelo los zapatos. Los miro con recelo. Al día siguiente me froto salvajemente con todo lo rasposo que encuentro en el baño (hacedme caso, dejad el estropajo nanas en la cocina: no sirve). Prueba al final del día: positivo en olor a pies.

Supongo que no es suficiente para implorar la muerte, pero esto hunde aún más mis esperanzas de salir del estado casto. Voy a llegar así a la senectud, me digo, y con pies olorosos además. En la residencia, las auxiliares en desgracia serán las encargadas de ducharme, y lo harán con prisa y asco. Hasta el gato me rehuirá, y moriré sola.
Todo por no follar. La castidad apesta.

3 comentarios:

Anónimo,  octubre 15, 2009  

Hazte adicta al queso de Cabrales, no falla. En momentos difíciles siempre es interesante tener cerca la quesera, más que nada pa' disimulá.

Anonimotriz

Leren octubre 15, 2009  

Gracias, Anonimotriz, por el consejo. Los pobres están muy afectados, sin casi atreverse a salir. Me han pedido que funde un grupo de autoayuda PP (Pinreles Pestosos). Tu comentario me anima a pensar que no están solos.

Anónimo,  octubre 15, 2009  

Sería bueno que mirase los pies como los que te llevan... Así cuando huelan puede que sea por lo que van recogiendo del suelo y puedes echarle la culpa a la empresa municipal de limpieza.

Jari

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