Angustias y el secreto
>> 13 ago 2010
Tiene unas manos perfectas. Oh, qué bien las usa.
Me recorre poco a poco, con una suavidad y delicadeza que me turban. Cada centímetro de mi piel, cada pliegue, cada rincón escondido.
Amo este ritual. Y eso que aún no sé que hoy seré otra para siempre.
Cierro los ojos, entregada. Solo lo lento de sus gestos, lo leve de su presión a veces me empieza a dejar frustrada, ansiosa, deseando decirle que me transite sin cuidado, que me apriete fuerte, que me tome decidida.
Pero no. Sin mirarme, sigue dibujando mi cuerpo, subiendo, bajando... Va y viene, y yo voy con ella. Me elevo, caigo... Y tiemblo. No, no tengo frío, le digo. Estoy bien.
Estoy en el paraíso. Sus manos –huesudas y finas, pero fuertes- toman mi cuerpo como si fuera la dueña del tiempo. Y aunque mis músculos se tensan bajo cada pasada, me abandono y me doy. Soy suya.
Abro los ojos y veo que me está mirando, divertida. Te gusta esto, me dice. Me gusta, le digo. Y ahora sé que ella sabe. Acabo de abrirle las puertas de mi intimidad. Pero es que ella no es como las otras.
Ni como él.
Aquellas noches... Qué manos más toscas. Qué torpeza en sus caricias. Qué crudeza en su apetito. Y cuánta resignación en mi acatamiento. Cuánto miedo. Cuánto asco.
Matriz. Vagina. Eso era yo, la redoma para su semilla. Ah, y qué mal sembraba. Ahora lo sé.
Durante años aguanté las chanzas de mis vecinas. Dieciséis hijos dan para mucha mofa en un pueblo pequeño. Y mi silencio solo servía para alejarme de las otras. Me tomaban por altanera, pero lo que yo sentía era vergüenza y extrañeza. Ellas hablaban de sus hombres con bromas y sobreentendidos que yo no entendía. En el río, lavaba aparte y agotada aquella condena de ropa de mi dueño y sus vástagos, expulsada de entre las mujeres, ignorante del secreto que ellas compartían y que les alegraba la vida, llenando sus ojos de brillo y sus bocas de risas. Yo volvía a casa con una sombra. Me sentía rara, vacía, ajena. Entre todos, sola.
Y al fin libre. Porque él –sus ojos mezquinos, su piel áspera, su aliento acre- murió hace años. Y ahora estoy loca y feliz.
Aquí, entre sus manos, ya no soy matriz ni redoma. Ya he descubierto el enigma de las mujeres. Porque ella, con infinito cuidado, roza mi vulva, la palpa, la toca, y siento el líquido cálido que vierte. Y el líquido cálido que vierto y que me sorprende. Y le pregunto qué me pasa y me dice solo una palabra.
Placer.
Sus labios apenas entreabiertos han susurrado –pla-cer, dos sílabas de seda en su boca, la lengua demorada tras los blanquísimos dientes- y me ha conmocionado. Era esto. Este estremecimiento, esta necesidad de fundirme con ella, de agarrar sus manos y tomarla y que me tome y que me desate y me libere de mí. Esto es placer. Este es el secreto.
Calma –me dice-, no pasa nada. Sí pasa. Estoy desnuda por dentro y por fuera. Y esta mujer joven me está revelando en mi cuerpo el misterio del mundo, de la risa y de la sangre. Agarro con mis manos artríticas sus morenos brazos nervudos -¿qué será ese dibujo que lleva tatuado en el antebrazo derecho y que en mi éxtasis apenas distingo, las lágrimas fluyendo sin daño?-, mientras entra en mí y me mareo y suspiro y grito. Soy una vulva y una vagina que late, se dilata y se contrae. Sin él. Sin ellos.
Me penetra. Me entrego. Estallo.
Al final, estoy serena, limpia. Me mira con ternura. Le sonrío. Aún no puedo hablar. Me cubre con la ligera sábana, corre la cortina, me besa y se marcha.
Cuando me pregunta por la nueva, no dudo un instante. Que sea esta, le digo. Es la mejor auxiliar que ha aparecido por aquí en años. ¿Y cómo se le da el aseo y poner enemas?, me pregunta. Muy bien, le digo, es muy suave y cuidadosa. No busques más, ella es perfecta. Y me despido apresurada porque ese líquido que me sacó antes Trini y que empapó la esponja me está rebosando ahora del pañal y he de correr a buscarla. Ya terminaré de convencer a la dire mañana. Total, como las demás ancianitas están mucho más gagá que yo, a mí me suele escuchar y tener en cuenta. Cuando no juego, claro está, la baza de mi demencia senil, tan, tan útil. Las ancianitas locas, ya se sabe, no podemos asearnos solas. A partir de ahora, que me lave Trini, que me estoy volviendo dependiente y las demás auxiliares no lo saben meter.
El enema, digo, querida directora.
***
Extraído de entre los documentos remitidos a la Consejería de Asuntos Sociales para el traslado a otra provincia y residencia de Angustias Mendi González, a solicitud de Jacinta Funes Pi, la directora de la Residencia de Mayores Virgen de los Desamparados en su Transiente Dolor, de Villaluenga de Brabante, en octubre de 2009. La petición se cursó por vía de urgencia, sin el preceptivo trámite de fundamentación.
La auxiliar Mª Trinidad Buendiós del Río fue expedientada.
Tita Angustias sobrevivió cinco meses al traslado, sin llegar a cumplir los ochenta. Según me dijeron los responsables de su última morada, apenas hablaba con nadie y se pasaba el día meditando y suspirando, contemplando el mar sin horas. Pero parecía feliz, me tranquilizaron. Y de eso estoy segura, porque aunque llevaba años sin escribir con su manos enfermas y su irregular caligrafía, me dejó esta nota final: “Leren, querida sobrina, he visto la luz. Ahora entiendo”. Y añadió: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Eso ya no lo entendí yo. Pero es que mi tía siempre fue muy rara. Me consuela pensar que el alzheimer fue misericordioso con ella, pues murió sabia y en paz. Eso me digo cuando miro la urna de sus rosadas cenizas en mi estantería Billy, que decoré con el escudo del colegio oficial de las auxiliares de clínica de Brabante: en campo de gules, león de sable rampante con escupidera de plata engolada. Creo que le habría gustado.
De mis primos, que rechazaron hacerse cargo de las pertenencias y las exequias de mi tía, nada sé.
DEP, tita. Que tatuadas huríes eternamente te laven.