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Vislumbre del abismo

>> 15 ene 2010

Me están desatascando las tuberías.
No, no es una metáfora. Solo hay que ver al espécimen fontanero para entender que es -¡puaj!- la dura realidad.
Calza un 55 de Chirucas, al menos; del modelo chiruco prefashion, claro, de antes de que las admitieran en El Corte Inglés. Con este frío, el ser viene en tirantas, el ombligo estallón al aire (no hay camiseta que contenga esa tripa hipertrofiada), el felpudo pectoral canoso derramándose viril bajo la papada, la sonrisa boba y superior. Ah!, una mujer sola...


Va a explorar mi fregadero. Me temo lo peor. Y llega: él se agacha, su camiseta se sube, su pantalón se tensa, la tirilla elástica se baja... A plena luz del día, queda desvelada la vertiginosa línea que se inicia en sus lumbares y que señala su sima. Espantada (¿pero cómo puede haber vello taaaaan arriba?), salto hacia atrás como un resorte y me clavo el pico del puto microondas. Salgo escopetada como alma que lleva Rouco.

No me atrevo a volver a la cocina. No es el terror anatómico lo que me mantiene lejos, sin embargo. Es que, pasado el primer impacto, he recordado el papel de los fontaneros en el imaginario doméstico, me he parado a contemplar mi miserable estado y, durante un segundo (buenos, unos minutos), he pensado que, total, cerrando los ojos...

No.
No, no, no.

No voy a volver a entrar allí. Me voy a hacer fuerte en el dormitorio, voy a decirle que se me ha declarado repentinamente una gonorrea complicada con viruela y que le pagaré por paypal.


Oigo al fin cerrarse la puerta, espero que por fuera. Salgo pusilánime. Todo en orden. Me dejo caer en el sillón junto al teléfono alámbrico y me pregunto en qué momento de estúpida arrogancia me deshice de la tarjeta de Castos Anónimos.
Páginas amarillas, ya.

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