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Alacena zen

>> 12 ene 2010

Mi despensa se me parece. Está vacía, llena de telarañas, oscura, vieja y húmeda.

En un ataque de llenar mis horas, he decidido darle un repasito renovador, limpiarla, airearla y llenarla de comidas zen. No es que me gusten las algas, pero por lo que leo en mis revistas nueva era y en los foros lesbianos, tengo más posibilidades de salir del limbo sexual si hablo de arroz basmati que de fabes. A estas alturas, estoy dispuesta a intentar lo que sea.

Armada de energía y de bayetas resplandecientes y lejizadas -casta, pero limpia-, me he subido a una banquetita para proceder a la operación.
No estoy preparada para lo que me espera. Se me paraliza la respiración por un instante. Trago saliva y me hago fuerte. Es un espectáculo desolador: hasta el Lazarillo se habría apiadado de mí al ver los estantes desnudos, el vacío sin fin, la nada.

He hablado y mi voz se pierde en las profundidades. He gritado y, muy lejano, me ha respondido el eco de mi grito. ¿O no es mi voz la que vuelve? ¡Creo que mi alarido ha rebotado en algún alimento! Resuelta, me asomo al último estante y no puedo creer lo que veo... De la alacena en el ángulo chungo, de su casta desde luego ignorado, calladito y cubierto de muchísimo polvo, se ve un paquete de lentejas pardinas de 500 gr.

He bajado de la banqueta feliz. No sabría cómo explicar el estado de exaltación que me ha embargado. He empezado a fantasear inmediatamente. Ya me veía bajando al mercado, comprando cebollas, ajos, tomates, pimientos, patatas, zanahorias, laurel, comino, costillitas, chorizo, morcilla...; llamando a mis amigos y convocándolos a una alegre comida al calor del brasero, en la que yo sería la reina y en la que no se hablaría de sexo, sino solo de amistosa camaradería y de lo linda que soy y lo bien que cocino, y de la magnífica elección del vino; pero cuánto vale esta anfitriona... Y en algún momento hablaríamos de los años juntos y nos sentiríamos biedmados, con paz en los cuerpos y en nosotros. Ah, qué bien.

Del fondo de un armario, he sacado la olla a presión (uis, como yo...). He puesto el paquete de lentejas bajo el grifo durante diez minutos, para quitarle la capa de polvo que me impide ver la información nutricional y, ¡horror!, la fecha de caducidad.
No es posible, ¿pero estas cosas no duraban decenios? ¿Cómo puede haber caducado mi único alimento en julio del 2003? ¿Qué dios terrible me gasta esta broma? 2003, aquel fue el año en que por última vez... Todo acabó, ahora lo sé, en 2003.

Me he ido al baño, me he sentado en el váter (destapado) y he separado mis piernas. He abierto el paquete de lentejas y he tirado una a la blancura. He accionado  la cisterna (posición 2, ahorro de agua). He esperado a que se llene el depósito y he repetido la operación con otra lenteja. Y otra vez. Y otra. Y otra... Llevo ahora 254 lentejas. Ha caído la noche. Afuera suenan sirenas de bomberos.
255...
256...
257.

Se me está acabando la batería del portátil.

Me voy. Tengo una cita con la naturópata de El escarabajo rosa, la tienda bio donde compro ese repugnante pan negro y duro que me da unas digestiones de aúpa pero que, según la dueña, puede sanar mi maltrecha aura. No os digo de qué color dice que se me ha puesto porque, de creer en estas cosas, os echaríais a llorar...

Cuando vuelva, la batería estará cargada y el depósito de la cisterna lleno. Se van a cagar las lentejas. Ya he preparado la webcam para grabar su agonía y subirla a youtube.

No me juzguéis cruel. Comprendedlo, tengo que sublimar lo mío.

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