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© Lerendi Mendi. Todos los derechos reservados.

Timorata y maldita

>> 24 jun 2010

Hoy he visto a la mujer que podría haber roto el hechizo.
Y he mirado para abajo.

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Alargamiento penoso

>> 19 jun 2010

Soy dos.
Como muchas, llevo una doble vida epistolar. En el blog, en facebook y en twitter uso una dirección de correo que publicito sin tapujos. Y para mi penosa vida personal uso otra que solo conocen mis amigos. Ups, ¿he dicho 'penosa'? Vaya, estoy integrando la publicidad.

A mi dirección lerenda me llegan las habituales notificaciones de mis redes sociales. Extrañamente, apenas aterriza por allí ningún correo basura guarrón, a pesar de los temas que trato aquí. Casi parecería que gmail filtra bien. Pero si es así, por todos los diablos, ¿por qué en mi dirección personalísima se me cuelan a diario ofertas para alargarme el pene que no tengo?
Son promesas tentadoras las que hacen, lo reconozco. A veces lo son tanto que he salido corriendo a desnudarme frente al espejo a ver si me encuentro un miembro xy en alguna carnosa esquina, para alargármelo varias pulgadas a un precio irrisorio. Pero, ay, enseguida viene la decepción, el desconcierto y el enfado. No tengo pito. ¿Por qué no me ofrecen entonces un alargamiento de clítoris? No es que recuerde demasiado bien para qué sirve el que tengo, pero sé que existe y resiste ahí, olvidado y anhelante, esperando algún tipo de tratamiento. Él es el consumidor, maldita sea. Contestadme, empresas publicitarias, ¿qué mierda de spam maldirigido estoy recibiendo en mi correo privado, eh? ¿A qué pobre hombre envidioso del clítoris le estáis enviando mis ofertas de "ensanche/alargue/duplique/extreme su botón del amor"? 
Creativos, agencias, es cruel e inhumano lo que hacéis.

Y mientras, mi buzón lerendo acogiendo avisos discretos, tan neutros y corteses que hasta las más fachas ancianitas los encontrarían encantadores.
Y mi clítoris sin alargar. Penoso.

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Letrahenchida

>> 15 jun 2010

- Leren, a ti lo que te pasa es que piensas demasiado, hablas demasiado, escribes demasiado...
- Es que follo poco.
- No follas nada.
- Pues eso, tengo todo libre.
- ¿Que te cabe tó?
- Si, eso, que me cabe y me sobra. Pero yo lo decía más lírico, cabrona.

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Prohibido enamorarse en la adolescencia, o de los riesgos del amor total

>> 5 jun 2010

Hace años amé.

Enamorarse en la adolescencia es peligroso. Dos adolescentes lesbianas que se enamoran lo hacen con una intensidad tal que arrasa con su cordura. La pasión se rebela, asume riesgos, desafía prohibiciones. Pero, ¿y qué importa eso cuando se tiene el mundo?

Yo me enamoré. Ella se enamoró. Qué terrible mala suerte.
Enamorarse en la adolescencia es fatal. El amor correspondido toma el corazón joven y escribe en cada una de sus fibras “yo, el amor, soy así, y solo así”. Y el corazón latirá feliz y loco, creyendo intuir el secreto de la vida. Porque ama y es amado. Pobre.
Pero lo inconcebible sucede. El tiempo pasa al amor total: lo transmuta, lo diluye, lo acaba. A pesar de eso, el corazón queda atado por sus propias fibras, que le recuerdan que el amor, el amor verdadero, es así y solo así.
La amante seguirá intoxicada por la pasión. Se dejó clavar sus garras en el pecho y es llevada por los aires, sobrevolando tierras, personas, mujeres. Ve el mundo desde lejos y se abandona. No volverá a sentir por otra. En un corazón, se dice, solo cabe un amor total.
Ninguna otra agua apagará su sed.
Sea.

Pero no será.
La amante total vive; trabaja duro y se llena con cerveza, televisión y alguna lectura. A veces folla, con placer pero sin entrega. Escucha hablar a otras mujeres de amor y se siente por encima. No hablan de amor total. Y las conversaciones sobre el sexo le aburren, cuando no le molestan.
No siente que lo haya perdido todo. La vida ha llegado a ser agradable.
Una noche, en uno de los baretos de mujeres que frecuenta, se le acerca una morena algo mayor que ella. Es atractiva, aunque su cara delata lo mucho y malo vivido. Beben y hablan hasta el cierre del bar. La amante se extraña de cuánto vodka puede llegar a tomar sin perderse. Ya fuera, la morena le da un teléfono. “Llama cuando estés lista”, le dice, “Yo no sé si estaré, no siempre puedo”. Sus labios le sonríen, pero sus ojos son tan negros... Le devuelve el ligero beso y tiembla. “A casa”, se dice, “que hace mucho frío para andar de juerga”.

Un año después encuentra el teléfono en la chupa de cuero. Los cambios de estación y de ropa siempre le traen sorpresas. Como a veces toma las casualidades por mensajes, decide llamar. Le responde una voz dulce, que le dice que ha tenido suerte: en dos semanas habrá un encuentro. Apunta lugar, fecha y hora, divertida e intrigada.
Llega el día. No sabe mucho de ellas. La morena le dijo que era un club privado, solo para mujeres solitarias. No quiso decirle más. Ahora le cuentan que se reúnen en los solsticios, en una casa en lo alto de una montaña. En coche tardarán unas tres horas. Luego hay que andar casi una hora más desde la carretera.
Son unas quince mujeres, que caminan en absoluto silencio en la oscuridad. A la amante le asustan los sonidos del campo, que no reconoce. No se atreve a preguntar nada, aunque le calmaría una voz humana que tapara el sonido del viento, el crujir de las ramas secas, el ulular de los búhos, o de los mochuelos, o de lo que quiera que sea que las va siguiendo cuesta arriba. Se obliga a dominarse. Se ríe de sus debilidades de urbanita y se recuerda que le han prometido un encuentro especial. Tiene curiosidad. Y ya han llegado.

Se había dicho que estaría abierta en el encuentro, así que no pone trabas cuando la dueña de la casa, una anciana alemana que las recibe en la puerta, le pide que se desvista y se ponga una túnica blanca. Aunque teme que la cita derive en un rito espiritualoide, sigue empeñada en no cerrarse, así que deja su ropa secular y se cubre con la sobria prenda. El efecto es inmediato; ya se siente serena.
La mujer la conduce con las otras a una sala iluminada por gruesos cirios. Sus compañeras visten túnicas naranjas y rojas. Solo una viste una túnica carmesí. Es Greta, la anciana.

Suena una percusión grave, lenta. Cada mujer se dirige a un pequeño altar. Ella espera sin saber qué hacer. No está segura de si ha sido una buena idea venir, pero entonces Greta la toma de la mano y la lleva hacia una esquina. Señala el altar vacío. “Este será el tuyo”, le dice, “si pasas la prueba”. Antes de que pueda preguntarle, una mujer de túnica roja la conduce con las demás al círculo. Le sonríe y eso la tranquiliza de nuevo.
Están tomadas de las manos. Una mujer de naranja se sienta en el centro y empieza a hablar. Cuenta la historia de su amor, con pasión, con detalles. Todas parecen conocer cada palabra. Termina su letanía y muestra un amuleto extraño, que pasa de mano en mano. Cuando vuelve a ella, se yergue, se dirige a su altar y canturrea un mantra. El amuleto se une a las otras ofrendas. La mujer ha renovado su voto.
Una a una, de naranja a rojo, se cumple el rito. El color de la túnica parece señalar la duración y pasión del amor mantenido. Al fin, solo queda Greta. Ocupa el lugar. Cesa la percusión. Durante una hora las contempla en silencio. Las demás mujeres la miran y lloran. La mujer a la izquierda de la amante le aprieta demasiado fuerte la mano, pero no se atreve a romper ese momento de comunión.
El amor total de Greta debe de estar más allá de las palabras. Solo la amante no la oye.

La anciana se levanta y vuelve a su sitio. Desde allí, con un gesto suave le pide que se siente en el centro. Cuando la amante se ha sentado y está totalmente inmóvil, vuelve a sonar la percusión, más rápida. Tiene la boca seca. No quiere estar ahí.
“Habla”. No advierte quién da la orden. No se resiste y empieza a soltar palabras. No tiene que pensarlas. Lleva años diciéndose su amor total con las mismas palabras absolutas. Se las conoce de memoria. Y si no las recordara, no importaría: son las mismas que han ido diciendo las mujeres de naranja y de rojo. Todos los amores únicos, todos los amores totales. Todas las mismas palabras. Todas iguales.
Cuando termina de recitar su amor total siente alivio, pena o quizás vacío. Pero no le da tiempo a entender sus emociones, porque ya una de las mujeres de rojo le anuda la muñeca derecha con un lazo naranja, mientras Greta le hace una señal en la frente, al tiempo que todas dicen “Bienvenida, amante Lerendi”. Ha pasado la prueba.

Se rompe el círculo. Las mujeres salen de la sala y vuelven con ligeros futones para cubrir el suelo de madera. Ahora la música es penetrante y embriagadora.
Unas a otras, se van desnudando, tomando las túnicas para cubrir sus altares. Solo Greta y la amante permanecen cubiertas. Todas las miran. Greta se coloca junto a su altar, el mayor, y la amante es conducida a ella. La anciana toma sus manos y hace que coja su túnica carmesí, mientras empieza a despojarla de la leve tela blanca. La amante comprende que debe hacer lo mismo con Greta, pero no puede. El deseo de las mujeres está sobre ellas, la música la marea y esas manos ajadas y ese cuerpo viejo le producen repulsión. La aparta de sí con violencia y sale corriendo. Encuentra su ropa y la salida.
Por el camino, por el que corre aunque sabe que nadie la seguirá, va disfrutando del sonido del viento, del ulular de los búhos, del crujido de las ramas, del contacto de sus vaqueros y del peso de sus botas de trekking. Y sobre todo disfruta del grito de “¡hijaputa!”, que con un arrabalero acento alemán la sigue hasta la puerta y más allá, y que la saca del trance y la deja acá, curada de penas, espanto y amores totales.

Hace años amé, pero ya se me pasó.

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