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Diosa en cuero

>> 31 ene 2010

Atesoro el poso del café que legitima mi ocupación de una mesa en el bar Curro. Giro y giro el vaso casi deshidratado. Llevo postergando mi marcha del bareto refugio desde hace casi dos horas. No tengo prisa. No tengo ni un miserable asunto al que atender. No tengo nada que hacer, nada que decir. Nadie me espera. No espero nada.

Mi vida está vacía, pero aquí lo noto menos. Y en El Corte Inglés  tampoco el vacío es tan patente, así que sigo haciendo tiempo: aún queda media hora para la apertura. Rebajas, qué sedante bendición. Como mi sueldo es tan escaso como mi vida sexual, he de pensar las compras, recorrer cada comercio, comparar, descartar, volver, decidir. Con suerte, se me habrá ido buena parte del día y así la vuelta a mi casa y a mi cama vacía será menos dura.

Cada noche me dopo con tres dormicastinas 500 mg.; en las farmacias de la zona ya no cuela que mañana traigo la receta del orfidal, que Don Rufino se ha despistado y no me la ha hecho, así que tomo sucedáneos que me dejan laxa y lela, pero que me dan una tregua y me permiten dormirme a pesar de los insolidarios aullidos de Tatiana, la vecina del 6ºC, que tiene orgasmos con una facilidad y recurrencia insultantes. Adormecida, me digo que es todo falso, que aprendió de Meg Ryan y que los finge, pero sé que no, sé que no. Y la dormicastina afloja mis músculos y mi ira, y ya voy dejando la idea de abrirme paso hasta su piso con una bazuca de bolsillo para afearle su conducta (leches, su chico no grita, ¿por qué ella hace esos alardes?) y decirle que no tiene inteligencia emocional, que sea empática, que el mundo está así por gente como ella, y hablar y hablar y llorar en su hombro, mientras ella intenta cubrir su desnudez con un deshabillé mal colocado que -cabrón- no tapa nada. Y cuando creo que me entiende, cuando imagino que va a abrazarme y a decir ea-ea, mientras él, el elemento extraño, se retira y ya solo estamos las dos, a través de mi conciencia se va colando un olor que me incomoda y que de repente reconozco. ¿No podrían haber abierto la ventana al ver estallar la pared de su cuarto y reconocer la figura de una visita -moi- en la penumbra? Lo educado, dado el olor a zorromacho y zorrahembra y a fluidos de un íntimo bestial, habría sido disculparse y ventilar el dormitorio. Pero no, ya no hay educación ni vergüenza.Y mientras me duermo me doy cuenta de que no tengo una bazuca y de que la dormicastina me ha vuelto a salvar de la trena, conteniendo otra vez mis ansias de aniquilación de todo especimen involucrado en actividad sexual que no sea conmigo y...

Y mientras giro y giro mi café en el bar Curro, anticipando otra noche de horror y sedantes, ella entra.

No sé cómo consigue abrirse paso entre la cazurra humanidad que atiborra el local. La entrada, en especial, es una barrera de cuerpos corpulentos, peludos, olorosos, sucios; sería más fácil pedir paso a una horda de simios enfurecidos. Pero ella la atraviesa sin hacer un gesto, casi como si se deslizara, como si su cuerpo altísimo, esbelto, enfundado en cuero negro, hendiera aire y masa autralopiteca sin rozarlos. No la he visto esperar paso, tocar a nadie, ser tocada.

Se ha sentado en la mesa más alejada de la puerta, en la más cercana a la barra. Está allí, a la vista de todos, y no entiendo cómo no se ha hecho el silencio, cómo  un parroquiano que paga su desayuno y con su abrigo roza la silla de la encuerada no cae fulminado por el rayo de la diosa. ¿Es que no la ven? No, es que somos solo mortales y, por una broma divina, me ha sido concedido a mí, únicamente a mí, a la casta Leren, ver a la Diosa.

No veo si come. He olvidado todo: noches, CorteInglés, miseria, castidad, café. Estoy segura de que no es mortal. La línea de su pierna izquierda flexionada, para apoyar descuidada y perfectamente el peso de su cuerpo, la longitud inconcebible de sus piernas, ay. ¿Come? Intento contestarme, pero creo que ha formulado algún conjuro: solo la veo a ella. Me esfuerzo en recordar la superficie de su mesa, pero está todo difuso. Imagino que ha transformado el café y los churros de Curro en néctar y ambrosía, pero no lo sé, solo veo cuero negro y piernas y una delgadez que en una mortal sería anorexia y que en ella resalta su increíble femineidad, su cualidad de diosa hecha mujer en un bar de barrio.

Nadie la mira, solo yo. Ella no parece ver a nadie. No he conseguido ver ni una vez su mirada. Su larguísima melena negra cae lacia. Toda en ella es vertical y negro. Y, sin embargo, no hay nada ominoso en su aparición. Me siento tranquila con su presencia, agradecida.

Y, de repente, se ha ido. Se ha marchado como vino: se ha deslizado y ya no está. En el primer momento, me siento desolada. No volverá, lo sé. Pero pasan los minutos y voy aceptando. He sido bendecida: he visto a una diosa en cuero.

Mi vaso está seco. Aún sobrecogida por la epifanía en leather, me pongo tambaleante en pie para pagar y marchar. Me dirijo hacia la mesa que Ella habitó, intentando tomar posesión de mis sentidos y discernir al fin si han sido churros o ambrosía, biofrutas o carajillo. Para lamer, sí, lo que ella haya dejado tras de sí.

Pero, mierda, ya se me ha adelantado el tuerto Pipirrana, que ocupa orondo la mesa de la diosa. ¿Qué quieres?, me espeta su aliento cazallero, y comprendo que ya la he perdido del todo. Ella está en el Olimpo. Yo, en el bar Curro.

Me voy a las rebajas: tengo las bragas caducadas.

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